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Guido Magnone, un conquistador de lo inútil

Fue un adelantado del alpinismo de vanguardia con hazañas como la primera ascensión del monte Fitz Roy

Guido Magnone.
Guido Magnone.MUSEO NAZIONALE DELLA MONTAGNA-CAI (TURÍN)

El Fitz Roy, el Dru, la Torre de Muztagh, el Makalu o el Jannu son montañas majestuosas, de una estética irreprochable, bellas a rabiar. Guido Magnone (Turín, 1917) participó en su conquista, mediado el siglo XX, cuando casi todo estaba aún por explorar, cuando un alpinista con sueños era alguien llamado a vivir experiencias pioneras.

Nacido en Turín pero francés a todos los efectos desde que se trasladó allí con sus padres a los tres años, uno de sus compañeros de cuerda fue el gran Lionel Terray, que describió entonces a los actores principales de la función del alpinismo como “Los conquistadores de lo inútil”. Puede que esta fuese la mejor manera de definir a toda aquella brillantísima generación de hombres y mujeres que dedicaron sus vidas a explorar el mundo vertical. De hecho, los alpinistas de nuestro tiempo podrían suscribir tal definición para no tener que explicar con pereza, torpeza o desagrado por qué hacen lo que hacen.

Aseguran que los mejores alpinistas mueren de vejez, como hace poco Walter Bonatti o Guido Magnone, que falleció el pasado 9 de julio, a los 95 años. Pero lo cierto es que son muchos los que se van en plena juventud, atrapados por un alud, sorprendidos por una mala caída, congelados cuando solo pretendían descansar o tragados por una grieta inadvertida.

Si Bonatti dejó las montañas con 35 años para abrazar la literatura de viajes, Magnone supo hacer con sus manos y su intelecto algo más que escalar: se dedicó a la escultura (estudió en la Academia de Bellas Artes de París), especialmente a partir de 1977. Antes, una visita a Chamonix, en 1942, cambió su existencia. Bajo el Mont Blanc, decidió que su búsqueda de la estética abrazaría los caminos del alpinismo. De hecho, él fue de los primeros en aseverar que la apertura de una vía en una montaña tenía mucho de gesto artístico: el paso de una cordada dibujaba una línea quizá invisible, pero no por ello menos real y digna de contemplarse. Son obras que se exhiben en el imaginario de otros alpinistas, al aire libre, sin el cofre de los museos.

Si Bonatti dejó las montañas con 35 años para abrazar la literatura de viajes, Magnone supo hacer con sus manos y su intelecto algo más que escalar: se dedicó a la escultura

Magnone sobrevivió a Terray, desaparecido prematuramente en una salida rutinaria de montaña, pero resulta complicado evocar al primero sin mencionar al segundo. Ambos conquistaron el Fitz Roy, icono de la Patagonia, en 1952. Ni se trataba de la cima más elevada, ni la más compleja, pero las condiciones extremas de esa parte del planeta convirtieron la tarea en una gesta de locos. Soplaban vientos de 200 kilómetros por hora. Magnone y Terray juraron desde entonces que aquella ascensión les obligó a rebasar la razón, su capacidad de sufrimiento, todos los preceptos de seguridad que seguían religiosamente. Sencillamente querían esa cima, puede que para ofrecérsela a Jacques Poincenot, su compañero ahogado al tratar de pasar el río Fitz Roy.

Apenas unos meses después, en compañía de Lucien Berardini, Adrien Dagory y Marcel Lainé, firman la primera ascensión de la cara Oeste de los Drus, una conquista adelantada a su época y que sirve para introducir el alpinismo de vanguardia. Lanzado en una carrera desenfrenada y en plena efervescencia de la pugna nacionalista por conquistar las cimas más destacadas del Himalaya, en 1955 Magnone forma parte del equipo francés que holla por vez primera el Makalu (8.463 metros). Pisó la preciada cima un día después de que lo hiciesen Terray y Jean Couzy. Apenas un año después, el mismo Magnone se adjudica la segunda ascensión de la bellísima Torre Muztagh (7.273 m). Aquí, los franceses fueron adelantados por un equipo británico con el que pugnaban por apuntarse la primera ascensión.

Con todo, Magnone siempre lamentó la rivalidad entre ambos equipos, la necesidad de correr montaña arriba en un ataque con lo puesto y sin víveres ni abrigo, que se eternizó por espacio de 36 horas. En cambio, tres años después, con la cima del preciado Jannu (7.710) en sus manos, mintió de forma deliberada para bajar lo antes posible y ayudar a un compañero que aguardaba ciego en el campo base. No soportaba saber que sufría. Nunca se arrepintió.

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