_
_
_
_
_

El derroche emotivo y Valverde

Wiggins considera el Tour ganado y el Movistar y el murciano dejan su sello en la carrera

Carlos Arribas
Bagnères de Luchon -
Valverde celebra su victoria de etapa
Valverde celebra su victoria de etapaGUILLAUME HORCAJUELO (EFE)

Del Movistar quedaban a mitad de Tour seis cojos, tristes y desmotivados corredores que todas las noches, después de que Jesús Hoyos, el médico, les curara las heridas y cambiara sus vendajes, arrancaban una hoja del libro de ruta, suspiraban y decían, un día menos. Por las mañanas, Arrieta y Ledanois, los directores, intentaban insuflar vida en sus venas, darles motivos para sentirse plenos, felices: ciclistas corriendo el Tour, ¿se puede pedir algo más a la vida? Y día tras día, por la tarde, terminada la etapa, regresaban al autobús, la cabeza baja, mineros para los que un día menos de vida es un día menos de sufrimiento, no una oportunidad perdida.

Pero como muchas veces, en las peores condiciones nacen las mejores demostraciones. Como ayer, en la última oportunidad de regeneración, de conquista moral, en la que el equipo de los cojos desmotivados dio un ejemplo de trabajo colectivo y de táctica afinada coronado por el rematador de siempre, Alejandro Valverde, quien hizo la escapada solitaria más larga de su vida para terminar ganando en Peyragudes a los siete meses de haber regresado al pelotón tras la sanción por la Operación Puerto. La tercera victoria en un Tour para el murciano, que cambia por fin el tono gris que le persigue desde marzo.

“Fue una victoria contra todo y contra todos”, dijo el jefe del Movistar, Eusebio Unzue, quien se refería a que mientras todas las demás fugas masivas del año habían gozado de hasta 20 minutos de margen para manejarse, ellos no pasaron en todo el día de dos minutos y medio, tanto apetito había en el pelotón (Liquigas y Sky) por una victoria de prestigio. El Movistar colocó a cuatro, a Cobo, Rubén Plaza, Rui Costa y Valverde, en la fuga masiva y su trabajo fue, puerto a puerto, curva a curva, dinamitar la resistencia, en Menté, en Ares, en Balès, el puerto de la cadena de Andy Schleck, laderas desoladas, neblina, misterio, donde Rui Costa, el último ayudante, acabó con los últimos resistentes y lanzó a Valverde, quien voló, sufrió (“pasé miedo en los últimos kilómetros, pensé que me cogían”, dijo) y ganó con un puñado de segundos. Suficientes para gozar del placer de la victoria y echarse a llorar, abandonado a los sentimientos, nada más cruzar la meta. Por detrás, la pareja del año, Chris y Brad, amenizaron a los seguidores con su show.

“Pasé miedo en los últimos kilómetros, pensé que me cogían”, dijo el español

Como Anquetil, Wiggins ama los largos aburrimientos de las etapas de llanura, en verso de Paul Fournel, y como el normando, el inglés sabe que la concentración absoluta, absorbente, es la clave de un esfuerzo solitario victorioso. Por eso Wiggins hizo voto de renuncia a los placeres de las emociones, de amor por la frialdad. Por eso, para Wiggins, el Tour sin más escaladores que su amordazado Froome ha sido en la práctica una contrarreloj individual de casi 4.000 kilómetros en los que la rueda delantera significaba un número sin más, un 20%, un 30% menos de esfuerzo. Por eso, Wiggins, como quien fuma en pipa, calmado, paciente, plácido, ha disfrutado como nadie de la lentitud del día. Ha ganado el Tour. Y cuando esa idea, ayer, a apenas cinco kilómetros de la cima del último puerto del Tour, en Peyragudes, la mínima prolongación del Peyresourde, le entró, no se sabe cómo en la cabeza Wiggins sintió que algo no andaba como debía. “Me he dejado llevar por la emoción y ha sido una sensación extraña, un error”, dijo. “No he disfrutado de la sensación de ganar el Tour. ¿Era esto?”.

Será el poder de la emoción, las lágrimas de Valverde en la meta que lo mojaron todo, pero seguramente no, seguramente el Tour no era el esperpento, casi cómico, ridículo, que organizaron mano a mano, los dos más fuertes, Wiggins y Froome, y no por este orden, cuando comprobaron que Nibali no podía resistir las aceleraciones de Pinot y Rolland, imparable. Decidieron entonces que querían ganar la etapa con Froome pero que debían entrar juntos. Y fue de risa: Froome, el segundo, acelerando y mirando para atrás y haciendo gestos a Wiggins, de amarillo, para que acelerara. Fue una confusión, un alarde, que manchó la inmaculada reputación de Froome, el sacrificado, que obligó otra vez a Wiggins a justificarse con todo el mundo, que benefició a Valverde, quien ajeno a los debates intelectuales, a las normas abstractas, se dejó guiar, como toda la vida, como todo el año de su regreso, por el deseo, por el instinto del ganador.

Froome, el segundo, miraba atrás al líder, haciéndole gestos para que acelerara

Prólogo: Las variaciones Cancellara

Primera etapa: Los domingos generosos

Segunda etapa: Contra la melancolía, Cavendish

Tercera etapa: La construcción del personaje Sagan

Cuarta etapa: ¿Será Greipel el bosón de Higgs?

Quinta etapa: Y una montaña en San Quintín

Sexta etapa: Una guerra de guerrillas

Séptima etapa: El 'nuevo ciclismo' toma el poder

Octava etapa: Wiggins y sus 'enemigos'

Novena etapa: Wiggins, un Indurain muy locuaz

Décima etapa: Los maquis del Grand Colombier

Undécima etapa: Cuando el segundo es mejor que el primero

Duodécima etapa: Pedaleando en la luz

Decimotercera etapa: 14 de julio en Sète con Wiggins

Decimocuarta etapa: Luis León, la memoria genética y el instinto

Decimoquinta etapa: Una victoria sobre una garrapata

Decimosexta etapa: Wiggins, en su burbuja

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_