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Y el yudo dejó de ser japonés

En Tokio 64, el holandés Geesink cambió la historia al derrotar al héroe local

Faustino Sáez
Gessink inmoviliza a Kaminga en el combate de los Juegos de Tokio 1964.
Gessink inmoviliza a Kaminga en el combate de los Juegos de Tokio 1964.AFP

Un escalofrío recorrió Japón. Súbitamente, un gigante holandés consiguió enmudecer a un país entero que, cuando tomó conciencia de la derrota, rompió a llorar con la desazón con la que se lloran las afrentas.

 El 23 de octubre de 1964 en Tokio, Anton Geesink convirtió su combate olímpico ante el japonés Akio Kaminaga en una epopeya. Fue el primer yudoca occidental en tumbar en los Juegos a los reyes de las artes marciales. Nueve minutos le bastaron para hacerse un hueco en la enciclopedia del yudo y desatar la conmoción entre los nipones, que perdían la hegemonía absoluta en su deporte. El yudo, que se estrenaba en el programa olímpico, era entonces un reducto de orgullo para un país que salía lentamente de una tortuosa postguerra.

“Japón era una superpotencia en yudo. Allí se creó y tomó forma gracias a Jigoro Kano y es venerado como el deporte rey. Eran los dominadores absolutos, siempre habían ganado y creían que eran los únicos que tenían la fórmula. Aquella derrota marcó un hito. En ese instante, el yudo dejó de ser solo suyo”, rememora Isabel Fernández, doble medallista olímpica (bronce en Atlanta 1996 y oro en Sidney 2000).

Fue un drama para Japón pero una victoria de todos" Isabel Fernández

Geesink se había ventilado en las semifinales al australiano Boronovskis con un ippon en solo 12 segundos. Kaminaga llegaba lanzado tras vencer al filipino Ong en solo cuatro segundos —un récord que solo sería batido 28 años más tarde, en los Juegos de Barcelona 92 por el cubano Andrés Franco, que fulminó al zaireño Isako, en apenas tres—. Geesink esperó su oportunidad resistiendo las tentativas de Kaminaga. Fue un combate igualado entre dos estilos antagónicos. Fibra y músculo enzarzados. El japonés era un relámpago. El holandés tenía una espléndida técnica de suelo, ayudada por su corpulencia. A Kaminaga le resultó imposible escapar del abrazo final de su rival. Durante 30 segundos, Geesink inmovilizó al japonés con la técnica del kesa-gatame en la final de la categoría open y se hizo con la medalla de oro. “Geesink abrió el camino a todos. Demostró que los japoneses no eran invencibles. Hay que agradecerle aquella gesta. Fue un drama para Japón pero una victoria de todos. Siguen siendo los mejores pero, en cierta medida, aquel combate cambió la historia”, cuenta Isabel Fernández, que refrenda la sacudida emocional que supuso el combate.

Kaminaga intentaba completar con la cuarta medalla de oro todos los triunfos de su país en su deporte de culto. Pero le resultó imposible. Le cayó encima una muralla. El corpachón del holandés con casi dos metros y 120 kilos le aplastó. Sus piernas se estrellaban una y otra vez contra el tatami como un pez que lucha por conservar la vida fuera del agua. 30 segundos eternos para un país que se había paralizado para seguir el combate. Se suspendieron las sesiones parlamentarias y las jornadas de trabajo en las fábricas. La gente se arremolinó frente a los escaparates y 17.000 personas se apiñaron en el pabellón Nippon Budokan de Tokio para ver coronarse al héroe local en el combate que cerraba la cita olímpica.

Cuando el árbitro decretó el final, el silencio retumbó en el pabellón. Geesink le puso solemnidad al drama cuando, con un leve gesto, impidió que los miembros de su equipo saltaran al tatami para celebrar la victoria. “Tras la victoria, me preguntaron qué sentí al ver a todas esas personas llorando. Contesté que era muy feliz porque aquello suponía un cambio. El yudo salió de Japón y se expandió por todo el mundo”, contó el protagonista.

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Sobre la firma

Faustino Sáez
Es redactor de deportes del diario EL PAÍS, especializado en baloncesto. Además del seguimiento de ACB y Euroliga, ha cubierto in situ Copas, Final Four, Europeos y Mundiales con las selecciones masculina y femenina. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y ha desarrollado toda su carrera en EL PAÍS.

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