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EL CÓRNER INGLÉS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Agua pura y cristalina

La tensión de la Ryder es similar a la de la final de un Mundial, pero la deportividad que se ve en el golf no tiene nada que ver con el mundo del fútbol

Phil Mickelson saluda a Justin Rose en la pasada Copa Ryder.
Phil Mickelson saluda a Justin Rose en la pasada Copa Ryder.ANDY LYONS (AFP)

“Las raíces de nuestra tribu futbolera yacen en las profundidades de nuestro pasado más primitivo”. Desmond Morris, zoólogo y escritor

Durante un partido clave el domingo pasado un jugador sufrió insultos constantes desde las gradas. A uno de sus rivales no le gustó nada y decidió intervenir, solicitando la ayuda de un agente de seguridad.

No, no hablamos de fútbol. Por supuesto que no. Hablamos de golf. Del torneo de la Copa Ryder entre Europa y Estados Unidos disputado la semana pasada en Chicago; concretamente, del duelo decisivo (como todos lo fueron en el último de los tres días de la competición) entre el inglés Justin Rose y el estadounidense Phil Mickelson. Durante una fase del partido se le ocurrió a un fan estadounidense la gracia de hacer unos ruiditos ofensivos con los labios cada vez que Rose se preparaba a lanzar un golpe. “Tipo Hanibal Lecter”, diría después Rose. Tuvo el efecto deseado. Le quitó la concentración. Cuando Mickelson se dio cuenta de lo que estaba pasando avisó a un guarda para que le silenciara.

La tensión en la Ryder fue equiparable a una final de la Copa del Mundo de fútbol; la emoción que expresaban los jugadores cuando metían un putt era igual a la de un futbolista cuando marca un gol vital. Un equipo representaba a su país, el otro a un continente. Y cada uno de los 12 jugadores de cada bando tenía plena, orgullosa, angustiada, conciencia del prestigio que había en juego. Quinientos millones de personas vieron la competición en todo el mundo.

Aun así, aun cuando de repente se empezó a oler que Europa tenía serias posibilidades de lograr una épica remontada (imagínense ir perdiendo 5 a 0 en el descanso de una final de fútbol y que se llegue a 5-4 faltando 15 minutos), aun sabiendo que era absolutamente imprescindible vencer a Rose en un duelo individual ajustadísimo, Mickelson intervino con aquel gesto de sublime deportividad. Y hubo más. Cuando Rose embocó un putt enorme en el hoyo 17 para igualar el partido, Mickelson lanzó una mirada cómplice a su adversario y, levantando el pulgar, lo felicitó.

Mickelson, uno de los grandes golfistas contemporáneos, demostró una gentileza extrema, pero no fue atípica. Durante los tres días de la Ryder todos los jugadores, pero especialmente los del equipo anfitrión, tuvieron un comportamiento ejemplar.

El fútbol es otra cosa. En el fútbol, llegado un momento de similar tensión, por ejemplo en la tanda de penaltis de un Mundial, el portero hará lo posible, junto a las hordas en el estadio, para desconcertar al que le toca lanzar. En el fútbol el barullo y la brutalidad son la norma; a la afición se le consiente el derecho de dirigir cualquier obscenidad al equipo rival. El espectáculo que montan los protagonistas, fuera y dentro del campo, socava muchas veces la dignidad del deporte. Algunos días el Real Madrid, por ejemplo, parece más una telenovela (“¿se quieren, o no se quieren?”) que un club de fútbol; José Mourinho, más un realizador que un entrenador. La noche anterior a esa gloriosa final de la Copa Ryder, Cesc Fábregas ensució su reputación y la del Barcelona con un numerito teatral que engañó al árbitro y logró la expulsión de un jugador rival.

Ver a Rose y a Mickelson, a Sergio García y a Tiger Woods y al noble capitán de Europa, José María Olazábal; sentir además el “espíritu de Severiano Ballesteros” al que se aferraban todos los jugadores europeos el domingo mientras completaban una de las hazañas más memorables de la historia de cualquier deporte fue —para una persona cuyo hábitat natural es el mundo del fútbol— como lanzarse de cabeza a una laguna de agua cristalina y pura.

No es que no se den casos de elegante deportividad en el fútbol también. Miren a Vicente del Bosque. Pero lo habitual en el fútbol es el fundamentalismo y la furia, el sálvese quien pueda, cómo pueda. No hay tribu mayor que la futbolera porque no hay fenómeno social que despierte sentimientos más primarios. Hoy se disputará en Barcelona el partido más grande del mundo. La pena es que si hablamos de clase humana y de competitividad honrada, si lo comparamos con lo que vimos en Chicago el fin de semana pasado, se quedará pequeño.

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