_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Armstrong o los trucos de Júpiter

Armstrong se enfunda el maillot amarillo en la 20º etapa del Tour de Francia de 2005.
Armstrong se enfunda el maillot amarillo en la 20º etapa del Tour de Francia de 2005.FRANCK FIFE (AFP)

En el bar del barrio, a la hora del café, coincidíamos todos los días los mismos, la mirada puesta allá arriba, en el televisor, y un deseo compartido hasta por las tazas y las cucharillas de que por fin un ciclista, el que fuera y como fuera, consiguiera batir a aquel norteamericano invencible al que apenas era posible imaginar sino vestido de amarillo.

Armstrong nos caía mal. No porque ganara siempre, abuso que sin duda le habría sido perdonado si hubiera él tenido, al menos cuando corría el Tour, la deferencia de ser español. No, caía mal a la parroquia por una especie de atmósfera antipática que lo envolvía y que todavía lo envuelve cuando, exquisitamente trajeado, se dedica a negar evidencias en público.

Él, si ganaba el Tour, era disputándolo sin ventajas y sin marrullerías de ningún tipo. He ahí un caballero, decíamos

Se le admiraba a regañadientes, con una admiración no exenta de reproches. Decían que se reservaba para el Tour, que en su cabeza y en sus piernas sólo existían las tres semanas de carrera en Francia. El resto del año lo dedicaba a prepararse. Así cualquiera. También que era muy autoritario y gobernaba a su equipo como un cómitre a los condenados a galeras. A fulano lo contrato, a mengano lo despido. En ese plan.

Y también se decía que hacía extensivo su dominio al pelotón. Si Armstrong se paraba a echar la inevitable meadita en el borde de la ruta, todo el mundo, incluyendo el director de carrera en su coche, hacía lo propio o, si la necesidad no apretaba, reducía la marcha. Y había como que pedirle permiso al Júpiter de los ciclistas para intentar la escapada y esperar una señal suya de asentimiento: bueno, chaval, escápate, pero sólo seis kilómetros.

Al final, año tras año, ocurría lo mismo. Siempre ganaba él. La contrarreloj decisiva, el puerto con repechos casi verticales, los descensos en picado: no había quien le hiciera sombra. O quizá sí, este o el otro se atrevían a rodar un par de etapas a su lado con su consentimiento para crear una ilusión de rivalidad y que la carrera no perdiese interés.

Para colmo, se permitía gestos de nobleza. Se cayó Beloki delante de sus narices. Él se metió con la bici por las piedras de la ladera, como solidarizándose en el infortunio del rival. Y después, en la meta, ante los micrófonos, ¡con cuánta gentileza derramaba elogios y se mostraba apesadumbrado!

Mirábamos al pelotón y no veíamos a ninguno como él. Hasta de las caídas masivas se libraba

Y lo mismo cada vez que, plaf, se caía Jan Ullrich, a quien la ley de la gravedad parecía profesar una particular inquina. Pues nada, Armstrong lo esperaba pedaleando a lo cicloturista por la campiña gala porque, eso sí, él jugaba limpio. Él, si ganaba el Tour, era disputándolo sin ventajas y sin marrullerías de ningún tipo. He ahí un caballero, decíamos. Y su flanco noble contribuía a incrementar la filIa que le profesábamos, por cuanto no nos dejaba más opción que venerarlo.

Entonces, para justificar esta que parecía debilidad nuestra, recordábamos que Armstrong había vencido al cáncer. Ese viene de luchar como un león contra la mayor de las adversidades. A quien ha vencido a la muerte, ¿qué más le dan cuatro cuestitas pirenaicas y cinco repechos alpinos? La perseverancia, la disciplina a ultranza, el desprecio del sufrimiento, la falta de temor a los esfuerzos descomunales y una preparación adecuada explicaban sin duda su naturaleza de deportista invencible. Y si sonaban rumores de dopaje, los acallábamos afirmando que no, que es que toma unas pastillas para que no le vuelva el cáncer.

Mirábamos al pelotón y no veíamos a ninguno como él. Hasta de las caídas masivas se libraba. Los locutores, con su modesta imaginación, lo tildaban de extraterrestre, de hombre de otra galaxia. Y así, todos los días, mientras duraba el Tour, los reunidos en el bar recibíamos complacidos nuestra dosis diaria de mitología moderna, con su dios central vestido de amarillo por los Campos Elíseos. Con puntualidad la televisión nos procuraba a diario los episodios de un héroe que protagonizaba proezas subido a una bicicleta.

La magia duró lo que duran todas las magias, hasta que uno mira detrás de la mesa del prestidigitador y averigua cómo funcionan los trucos. Durante años, Lance Armstrong puso por obra los suyos con método, ayudantes y cómplices, y con la amenaza de terribles abogados por si alguno osaba abrir el pico. Que se haya descubierto que fue un embaucador acaso perjudique a sus finanzas y su orgullo. A nosotros, en el bar, nos da lo mismo. Nuestra atención está ahora puesta en otros magos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_