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OBITUARIO

Patrick Edlinger, el ángel rubio de la escalada

El francés mezcló fuerza y estética en su forma de trepar

Patrick Edlinger, durante una entrega de premios de escalada en París, en 1984
Patrick Edlinger, durante una entrega de premios de escalada en París, en 1984JOEL ROBINE (AFP)

Como una epidemia de origen desconocido, la muerte se está llevando la vida de la escalada, o al menos los orígenes de lo que hoy conocemos como escalada deportiva. Primero se marchó Wolfgang Gullich (en 1992), mucho después Patrick Berhault (2004), enseguida Kurt Albert (2010) y ahora (el pasado 16 de noviembre) Patrick Edlinger, El Ángel Rubio, como se le conocía en Francia, su país de origen.

Edlinger tenía 52 años. Llevaba 30 siendo una leyenda, una referencia icónica. No se sabe de qué ha fallecido. O no se dice. O no se puede nombrar lo que algunos juzgan innombrable. Quizá falleció de muerte natural. Asegura el escritor Asselin, con el que estaba trabajando en su biografía, que Edlinger “sufría de soledad”. Y esto lo dice casi todo: es un mal muy propio de los tiempos que corren.

A principios de los años ochenta, y recogiendo una filosofía recién estrenada en Estados Unidos, Francia conoció el epicentro de una revolución. Con Edlinger, Destivelle, Berhault y Le Menestrel, entre otros, fuerza y estética comulgaron para convertir el hecho simiesco de trepar por una pared en una suerte de arte. Ya no se trataba de alcanzar una cima, de subir por el hecho de hacerlo, de ganar altura a cualquier precio, de conquistar esto o aquello, sino de algo mucho más limpio que se dio en llamarse forma de vida.

Edlinger, tan dotado para la escalada como hábil en la comunicación, supo expresar mejor que nadie los fundamentos de su nueva religión: entrenamiento de la fuerza y la elasticidad al servicio del gesto, de la dificultad en la escalada, de la estética de los movimientos que le permitían progresar en la vertical como si lo hiciese sobre una pista de baile. Justo entonces protagonizó —hace ya 30 años— el filme La vida en la punta de los dedos, así como Ópera vertical (también un libro), ambas de Jean Paul Janssen: imágenes y voz en off de Edlinger supusieron entonces una auténtica descarga de autenticidad que inspiró a toda una generación de escaladores. De hecho, Edlinger supuso un shock: ahí teníamos a un tipo que sabía explicar sin titubeos por qué escalaba, qué perseguía al hacerlo en solo integral, sin cuerda, dejando el control de su existencia en la fuerza ejercida por la punta de sus dedos y en su capacidad de concentración. Edlinger quería conocerse para crecer y eligió la escalada como vehículo, defendiendo de paso la simplicidad, el amor por la naturaleza y el placer del gesto como algo sublime.

Si Edlinger encajó con mucha dificultad la pérdida de Janssen, la muerte de su amigo Berhault, al que conoció con 17 años, supuso en su caso un tsunami emocional. A veces, invitado a dar una charla en algún festival de montaña, trataba de eludir el compromiso aduciendo que ya nadie le conocía. ¿Cómo olvidarle? Hoy en día, en términos filosóficos, la escalada deportiva parece aún anclada en los ochenta, por mucho que ahora proliferen actores capaces de elevar el listón de la dificultad hasta límites insospechados. Entonces, Edlinger puso el alma a una disciplina, la escalada, más bien hueca. Desde ese momento, solo se le ha añadido músculo.

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