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“Elegí mi camino y lo seguí”

Óscar Freire, uno de los ‘grandes’ de España, cuelga la bicicleta ante toda su gente

Carlos Arribas
Puente Viesgo -
Freire celebra su victoria en el Mundial de Verona 2004, donde también ganó el de 1999.
Freire celebra su victoria en el Mundial de Verona 2004, donde también ganó el de 1999. Tim de Waele (EFE)

Forastero toda su vida en el ciclismo, finalmente, a los 36 años, Óscar Freire terminó sintiéndose forastero del ciclismo, extraño, como si aquello en lo que se había convertido el ciclismo estuviera a años luz de lo que aprendió, de aquellos misterios que Cundo empezó a desvelarle cuando tenía nueve años por las calles de los polígonos industriales de Torrelavega. Había llegado el momento de dejarlo.

Que ese mundo ya dejaba de ser su mundo lo notó por primera vez hará un par de años, cuando decía: “Cada vez es más difícil ser sprinter y buena persona a la vez. Cada vez hay que ser más cabrón a la hora de meterse en el sprint. Hay corredores incorrectos y corredores que actúan de mala manera. Y cada vez hay más de estos, con los que uno si no frena se come la valla. El ciclismo es cada vez más peligroso, más caídas, más nervios, más inconsciencia”.

Hablaba entonces Freire, eso pueden pensar los jóvenes que llegan pegándose con Cavendish, como un viejo asustado, pero no era eso, no era solo eso, había más por lo que no sentía este ciclismo como el suyo. “Los compañeros del equipo me envidian porque me entreno menos que ellos”, decía. “El problema es que cada vez en el ciclismo la gente se deja guiar más por preparadores, por entrenadores y por lo que les dice el director. Es una equivocación. Cuando falta todo eso, hay muchos que están perdidos. Yo el pinganillo lo llevo porque es una obligación. Cada uno debe saber dónde está, hay situaciones en las que el director no puede hacer nada y el corredor no sabe qué hacer tampoco. Ahí se falla: pocos tienen iniciativa propia”.

Freire anunció que lo dejaba un minuto después de terminar su último Mundial, en septiembre, en Holanda, su patria ciclista. Lo escenificó formalmente el sábado, en un salón de bodas de Puente Viesgo, su tierra vital, ante toda su familia, que tanto le quiere, y más de un centenar de amigos, al final de una alegre fiesta. Llegado el momento, cogió su vieja Olmo, aquella con la que debutó como profesional en 1998, la misma con la que un año después ganó su primer Mundial, y la colgó ceremonialmente de un gancho en la pared.

En el ciclismo actual cada vez es más difícil ser ‘sprinter’ y buena persona a la vez

“Como dicen en Italia, he puesto la bici al chiodo”. Colgar la bicicleta se dice en España, pero él no pudo impedir que le saliera del alma la expresión italiana: su cultura ciclista ha sido toda la vida cualquier cosa menos española, ha sido de los países en los que aman las clásicas de un día, de Italia, de Bélgica, de Holanda…

Cuando un ciclista se retira, uno se lo imagina encerrado en su casa las noches de invierno tristes repasando álbumes con fotos de sus victorias, releyendo recortes de prensa con su vida “construida en papel y tinta” (la metáfora hermosa que usó su mujer, Laura, al presentar el homenaje), repasando su carrera, recontando sus títulos. Si Freire, que seguirá viviendo en Suiza al menos dos años más, mientras le terminan la casa en su pueblo, mientras sus hijos siguen en la escuela, acabará así, no se sabe, pero así no empezó su despedida el corredor más atípico nacido del ciclismo español. Y uno de los más grandes. Al hablar de su vida pasada, no habló de su carrera, habló de personas, de la gente que le había hecho ser lo que era.

Habló de su tío Antonio, que le regaló su primera bicicleta; de su abuela, “la fan número uno”; de su hermano Antonio, que le torturaba cuando hacía tras moto; de Cundo, su director en infantiles, cadetes y juveniles, que le cantaba jotas aragonesas a pleno pulmón cuando viajaban en coche a las carreras (“no necesitábamos radio”, dijo Cundo, que se soltó otra jota en el acto, y que también recordó que le dio masaje unos días antes de su primer Mundial de Verona en 1999 y que entonces le predijo que lo ganaría); habló de Rivero, Mantilla, Collantes y Matxin, sus directores en aficionados; de la gente que le acogió en su casa en Italia cuando entró en el Mapei; de sus compañeros, de Horrillo y Flecha, compañeros de exilio, también apasionados de las clásicas; de sus amigos del barrio, que estaban todos allí, que fueron los que más expectativas tenían, su mayor presión: “Pensaban que iba a ganar 15 Mundiales, siento haberles decepcionado”.

No me quejo: siempre agradeceré a los de fuera que me quieran más que los de casa

También habló de González Linares, del exciclista vecino que intentó guiar sus primeros pasos en la jungla del profesionalismo. “Me ayudó mucho, sobre todo cuando las lesiones”, dijo. Y González Linares, allí, en una mesa, asentía. “Y yo mismo las pasé canutas, sufrí porque pensé que había metido la pata”, dice González Linares, aquel gigante del Kas que llegó a ganarle una contrarreloj en el Tour al mismísimo Eddy Merckx. “El primer año en el Vitalicio, Mínguez le ofreció renovar varios años más, le venía a garantizar un contrato de cinco años, y yo le dije a Óscar que no, que no firmara más que los dos que tenía. Y entonces, el segundo año, Óscar se rompió la rodilla, y todos dudábamos de que volviera a ser ciclista. Y yo pensaba que si hubiera firmado cinco años, eso tendría, pero que así... Pero le operó Guillén y pocas semanas después, ganó el Mundial”.

Y Freire, el que quería solo hablar de personas, se salta su promesa y habla de una carrera, de una sola, de Verona 99. “Allí empezó mi otra vida”, dice. Al día siguiente, empezó a recibir múltiples ofertas multimillonarias. Ninguna española. Se fue a Italia, al Mapei, y de allí al Rabobank, en Holanda, y acabó en el Katusha, ruso. “Elegí mi camino y lo seguí. No me he equivocado, no me he quedado con las ganas de nada”.

Amalio Hortelano, uno que en los años 60 recorría en soledad y en 600 los velódromos de Europa de Seis Días en Seis Días, decía que se sentía, él, español, pistard, como un torero nacido en Alemania. Algo similar debió de sentir Freire, sprinter en tierra de escaladores, domador no del Tourmalet o del Puy de Dôme, sino de tres Mundiales y de tres Milán-San Remo. “No he sido yo quien ha elegido, es el destino”, decía hace unos meses, cuando sentía que su hora ya había llegado. “La soledad no se ha debido tanto a mi forma de ser como a las circunstancias. Ser sprinter en España es una contradicción histórica. No me quejo: siempre tendré que agradecer a los equipos de fuera que me hayan querido más que los de casa. No puedo estar muy agradecido a los sponsors españoles que no me han querido lo suficiente. Gané el maillot verde el año que ganó Sastre el Tour, y apenas se valoró eso en España. Siempre he estado en un segundo plano. He hecho lo que creo que podía hacer, lo que creo que podía ganar”.

A todo aquella fiesta asistió triste otro ciclista que ha colgado la bicicleta este mismo año. Lo hizo sin fiestas, sin recuerdos, sin regalos, sin más emoción que la amargura. A Carlos Barredo, de 31 años, también le abandona el ciclismo. Lo hace en forma de pasaporte biológico que según la UCI no es correcto y por lo que su equipo, el Rabobank, dejó de alinearlo pese a no estar sancionado. “No he vuelto a montar en bicicleta. El miércoles empiezo mi nuevo trabajo”, dijo el asturiano que conquistó un año los Lagos de Covadonga. “Trabajaré en Madrid para cafés Toscaf”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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