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EL CHARCO
Columna
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Al toque

Lo que distingue a los jugadores buenos de los muy buenos es entender el sentido que tiene cada pase

Modric marca el primer gol del Madrid en Old Trafford.
Modric marca el primer gol del Madrid en Old Trafford.PHIL NOBLE (REUTERS)

No hay necesidad de ser un entendido para distinguir entre un partido malo y uno brillante, igual que no es preciso un sillón en la Real Academia para disfrutar de un gran libro. Escribir para que se entienda, en cambio, es más difícil. Valgan mis dos años de intentos frustrados como referencia. Los que juegan bien al fútbol parten de ideas claras y las plasman en la cancha de manera que quien lee las entienda sin esfuerzo. Lo hacen ver tan natural que parece que estuviera al alcance de cualquiera.

No hay nada más difícil que jugar fácil. Por ejemplo jugar como Zidane, que en vez de parar la pelota con el pecho la dejaba pasar y la recibía con el empeine, a un metro y medio del césped, para dejar a contrapierna a los rivales y orientarse hacia donde provocaba más peligro. Zidane, que convertía la cancha en un tapete de gimnasia artística, movía su cuerpo en relación con la pelota y el espacio de forma tal que sus controles parecían la única solución posible, haciéndonos sentir cercanos a una genialidad que era exclusivamente suya. Nos dejaba pensando: “¿Cómo no se me ocurrió eso a mí?”. Y no, chaval, es más fácil que se te ocurra hacer algo así si tienes la técnica para resolverlo, de la misma forma que es más sencillo elaborar conceptos nuevos a partir de conceptos anteriores.

Lo que distingue a los jugadores buenos de los muy buenos es entender el sentido de cada pase

El control y el pase son la base del lenguaje futbolero, lo que permite concebir nuevas ideas, encontrar soluciones a los problemas que presenta el juego. A diferencia de escribir bien, donde el único límite se encuentra en la propia mediocridad, tocar bien no siempre depende de uno mismo: los rivales también juegan. Pero nos engañaríamos si asumimos que el toque es intrínsecamente bueno. Muchas veces se toca sin sentido. Más aun que la técnica, lo que distingue a los jugadores buenos de los muy buenos es precisamente entender el sentido que tiene cada pase. Un problema distinto, una vez dominado el juego de posesión, es caer en el toque sin sustancia. Algo así como hablar por hablar. Eso sucede porque no hay nada en el fútbol que requiera más esfuerzo y más recursos que ser claro y profundo al mismo tiempo. La autocomplacencia, una de las trampas más recurrentes del talento, afecta también en sentido contrario, cuando se confunde verticalidad con descontrol.

Tanto Málaga como Barcelona y Madrid fueron claros y profundos estas dos semanas cuando más lo necesitaron. Los de Pellegrini remontaron el 1-0 de la ida en Oporto desde el equilibrio, mezclando solvencia defensiva con paciencia en ataque. La creatividad a cargo de Isco y la profundidad en las carreras y encaradas de Joaquín. Con excelentes futbolistas y un gran entrenador pero con mucho menos recursos que Madrid y Barcelona, el estilo del Málaga es, de los tres, el menos autoindulgente, el que menos tiende a desequilibrarse al tratar de imponer sus condiciones.

Los dos gigantes son, a veces, limitados por sus propias virtudes. El Barça, que rara vez se permite un laconismo, cuando juega bien es Scott Fitzgerald. En El Camp Nou tuvo la pelota solo un poco más de tiempo que en San Siro, pero armó de cara al gol un discurso que en Milán había derivado en verborrea. El Madrid, más adepto a la concisión, a veces pretende resumir tanto que los pensamientos se le amontonan en tres cuartos de cancha. Sin embargo, cuando juega bien es tan elocuente que es capaz de abarcar la esencia del fútbol en tres líneas. Así nos tuvo toda la temporada, alternando frases entrecortadas con los más hermosos haikus. La diferencia con el resto está en la historia: el Madrid es capaz de ganar la Champions tartamudeando.

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