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Gaumont, un ciclista sin término medio

El francés, que llevó una vida de excesos, denunció en un libro las prácticas dopantes que imperaban en su deporte

Carlos Arribas
Phillippe Gaumont, durante una etapa del Tour.
Phillippe Gaumont, durante una etapa del Tour.ERIC GAILLARD (REUTERS)

De pie, allí, en un podio de Barcelona, Philippe Gaumont era Apolo, hermoso y fuerte como un dios, proporcionado, un joven de 19 años y mirada altiva al que el futuro y la gloria le estaban prometidos. Inmortal. Fue aquella, su medalla de bronce con el cuarteto francés de 100 kilómetros contrarreloj, la primera vez que su nombre se podía leer en un periódico más allá de los medios superespecializados. La segunda vez fue 14 años más tarde. Exciclista joven de cuerpo y de espíritu cansado, viejo, una carrera profesional a sus espaldas con algún día grande, como una Gante-Wevelgem, y más días bajos, como varios controles positivos, Gaumont testificaba en el juicio del llamado caso Cofidis, su equipo, que hizo luz también en aquellos de revelaciones (2006) a la llamada desde entonces “cultura del dopaje en el pelotón”. “Cien inyecciones al día no son nada”, declaró Gaumont, desengañado de la vida y un lobo gris, su mito, su signo de ‘bad boy’, tatuado en un antebrazo. La tercera vez que su nombre, su fotografía, ya de un joven viejo, sin futuro y sin ganas de recordar más el pasado, fue ayer, cuando la prensa francesa anunció su muerte, temprana, a los 40 años, en un hospital de Arras, en el norte, donde fue ingresado el 23 de abril tras sufrir un ataque al corazón que le mantenía en coma desde entonces.

“Nunca en mi vida he ido recto”, dijo Gaumont al retirarse en el diario L’Équipe. “Busco siempre los extremos, mi vida está hecha de extremos”. Los extremos los encontró y los cultivó hasta la autodestrucción en el ambiente del Cofidis, donde se hizo íntimo de Frank Vandenbroucke, compañero de excesos y desesperanza que se le anticipó varios años en la carrera hacia la muerte. Con Frank y con David Millar, con Stuart O’Grady, con Nico Mattan, con el equipo, se sumergió a fondo en una vida irreal que dependía del doping para funcionar en la carretera y de Stilnox, alcohol y olvido para aguantarse a sí mismos y sobrevivir las noches oscuras. En su libro, ‘Pedaleando en la oscuridad’, Millar cuenta que le salvó la vida la detención de la policía, que si no se habría seguido deslizando corriente abajo por el dopaje y el alcohol hasta una muerte joven y segura como las del Chava, Pantani o Vandenbroucke. Millar sigue corriendo, ahora está en el Giro con el Garmin, dirigido por Bingen Fernández, también compañero en el Cofidis, y en uno de sus últimos tuits anunciaba que se había comprado un Porsche. A Gaumont, que también escribió su libro para vaciar su alma y denunciar (Prisonnier du dopage, prisionero del dopaje, no traducido al español), la misma redada policial no le salvó, con lo que se podría concluir contradiciendo a Millar: se supone que es uno el que decide, no los demás.

Terminada su carrera ciclista por la puerta falsa de un mundillo al que acabó rechazando y denunciando, Gaumont, quien más tarde confesó que solo en su carrera había ganado una carrera sin doparse, una pequeña clásica en 1994, pasó a regentar un bar y más tarde una gran cervecería con 30 empleados en Lens, siempre en el Norte, su tierra que nunca le traicionó. Estaba casado y tenía tres hijos. “Nunca fue un buen ejemplo”, se podía en L’Équipe. “Pero sí un ejemplo de lo que el ciclismo podía crear”. El ciclismo, tan emotivo siempre con los suyos, apenas le ha recordado.

“He vivido siempre una vida de excesos”, dijo hace unas semanas en su última entrevista quizás intuyendo que estaba dictando su epitafio.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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