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Nadal gana su octavo Roland Garros

El mallorquín vence 6-3, 6-2 y 6-3 a Ferrer y consigue su 12º grande y octavo Roland Garros, con lo que se convierte en el primer tenista en celebrar ocho veces un mismo Grand Slam y en cosechar al menos en un grande nueve cursos seguidos

Juan José Mateo
Nadal celebra su título de Roland Garros.
Nadal celebra su título de Roland Garros. KENZO TRIBOUILLARD (AFP)

Se juega bajo una fina cortina de agua. La luz eléctrica de los marcadores brilla entre la lluvia y la neblina mientras Rafael Nadal gana 6-3, 6-2 y 6-3 a David Ferrer una final competida entre tinieblas, cocida al fuego de los nervios e interrumpida cuando un espectador asalta la pista y corre hacia el mallorquín con una bengala llameándole en la mano para protestar contra el matrimonio homosexual. Al sumar en Roland Garros su 12º trofeo de la máxima categoría, Nadal se convierte en el primer tenista que conquista ocho veces el mismo grande y celebra nueve cursos seguidos al menos un trofeo del Grand Slam. Por encima de las medallas que adornan su impresionante currículo, queda la homérica odisea de un campeón como no habrá otro, capaz de triunfar en junio pese a que en enero aún penaba una lesión en la rodilla izquierda.

El comienzo del partido retrata a dos competidores atenazados por la gravedad de lo que hay en juego. Haciendo valer sus galones, Nadal logra el primer break y parece lanzarse a por la Copa, campeón terrible que a su paso nada deja. Manda 2-1 y 30-0. Ferrer no tiene respuesta. Ferrer solo tiene dudas, preguntas agolpándose en su cabeza. ¿Cómo le gano al heptacampeón en su pista? ¿Cómo le ataco a uno que me gana 19-4 nuestros enfrentamientos? ¿Dónde encuentro argumentos, cómo me convenzo y creo?

"Gracias a la vida por darme esta oportunidad"

Es un campeón contenido, respetuoso con el amigo derrotado (David Ferrer), reflexivo, porque sabe que ha llegado hasta el título a través de muchas curvas, no por un camino recto. “Muchas gracias a la vida por darme esta oportunidad”, dice Rafael Nadal, que hace poco más de un año perdió en la segunda ronda de Wimbledon y tuvo que dejar de jugar durante siete meses.

“Estoy aquí tras mucho trabajo desde que soy un niño, tras recibir mucho apoyo de mi familia, de Toni, de todos los entrenadores que he tenido, de Titín [su fisioterapeuta] y de mis patrocinadores”, continúa el ganador, que recibe el trofeo de manos del velocista Usain Bolt y que no se olvida del rival derrotado. “David es un luchador. Él y todo su equipo se merecen estar aquí y les deseo lo mejor”, cierra tras convertirse en el tenista que más victorias ha sumado en la historia del torneo (59).

“Es el mejor”, recoge el guante el aludido tras su primera final en un torneo grande. “Le felicito, a él y a su equipo”, añade Ferrer. “Lucharé para volver a estar aquí”.

Y, sin embargo, Nadal, el titán, también es humano. De error en error entrega ese saque (2-2). Este es un tenista que también se enfrenta a preguntas difíciles, que carga con responsabilidades pesadísimas sobre los hombros. Es tan favorito que cualquier cosa que no sea la victoria podría interpretarse como un fracaso. Ha penado tanto hasta llegar hasta aquí, primero superando una lesión grave y luego al temible Novak Djokovic en semifinales, que sabe que merece un premio… ¡pero cuánto cuesta llegar hasta la Copa! Nadal, claro, ha hecho carrera de superar dificultades, y poco a poco va amansando sus nervios. Todo se decide en un instante catártico, ahí cuando los tiros del campeón empiezan a decir “hasta aquí hemos llegado”.

Ocurre con 4-3. Nadal ha logrado otro break en la primera manga, pero parece que lo va a perder tan rápido como el anterior, en el juego siguiente. Es bola de break para Ferrer, por fin reconocible, volando por la pista, gruñendo a cada golpe. El primer set está en el aire, y tantos son los nervios compartidos por los rivales que ese set vale oro, diamantes, París entero.

“¡Agressiu!”, le grita Toni Nadal a su pupilo. Y Nadal que se aplica y con su reacción explica porqué es un titán, un purasangre, por qué gana el partido. Un derechazo neutraliza la posibilidad de rotura (4-3, 40-40). Un segundo saque arriesgadísimo, extraño, venenoso de efectos, le da ventaja. Un ace a 201 kilómetros, el juego (5-3). Al siguiente parcial, rompe (6-3). Suma el primer juego de la siguiente manga. También se lleva el segundo, el tercero, y al cuarto casi consigue otro break. Desde aquella lejana bola de rotura en contra, Nadal tiene hasta dos pelotas para celebrar un 6-0 (de 4-3 a 6-3, 3-0 y dos opciones de break) y acaba sumando un 16-5.

Mariano Zafra / EL PAÍS

El parcial retrata lo que separa al finalista del campeón y deja herida de muerte la final. Ferrer, por supuesto, no hace esa lectura. Una y otra vez percute, muerde, grita. Una y otra vez ataca el segundo saque de Nadal, que a veces vuela a 140 kilómetros por hora. Una y otra vez se procura bolas de break (hasta 12 bolas) para toparse irremisiblemente con un muro inabordable, que se agranda en los peloteos. Si Ferrer es un tizón, Nadal es una hoguera. Cuanto más crece el tenis del alicantino, cuanto más se acerca a su contrario y le quema con su pelota, más crece el del mallorquín, que se desboca en un incendio que quema la pista. Puestos los dos rivales a competir a pleno ritmo, en peloteos de más de 20 golpes, Nadal encuentra siempre un tiro brillante, mortal y decisivo. La marca de los elegidos.

“¡David! ¡David!”, grita el público en la tercera manga, ya con el partido ensuciado por un parón por la tormenta, por las protestas políticas (“¡Hollande dimisión!”, se puede leer en una pista adyacente) y por el enfado de Ferrer, al que molesta un espectador que tose con la persistencia de la lluvia. La grada quiere más partido. Nadal no se lo concede. En 2h17m abrocha un título que le retrata como a un tenista único. Este es un campeón en las buenas y en las malas, con sol y lluvia, de obstáculo en obstáculo, listo para superarse siempre. Nadal, el tirano de la arcilla.

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Sobre la firma

Juan José Mateo
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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