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FÚTBOL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El hombre que tenía razón

Hasta el desafío de Luis Aragonés, la selección española era un conjunto con cierto complejo de cenizo

David Trueba
Aragonés dirige un entrenamiento de España en 2008.
Aragonés dirige un entrenamiento de España en 2008.ALEJANDRO RUESGA

La sobresaturación de partidos de fútbol y la exasperación de los discursos mediáticos invita a abandonar el terreno de juego, a desinteresarse por lo que le pasa a la Liga y sus satélites. No hace falta más que ver la faramalla que se arma cuando el Tata Martino pierde su primer partido de competición para entender que el gremio lo que necesita es un psiquiatra que les trate la histeria que padecen. Esa histeria pudo cargarse la aventura más rica de la selección española de fútbol. La que comenzó con Luis Aragonés y culminó en el gol de Iniesta y el segundo trofeo consecutivo de la Eurocopa a las órdenes de Del Bosque, un sucesor a su altura.

Porque estamos negados para aprender de nuestro pasado, olvidamos con premura que a Luis se le puso contra la espada y la pared. Su carácter hosco y sus maneras tozudas apenas dejaban ver la categoría del personaje. El anuncio de su retirada como entrenador sería injusto que se recibiera con una agradable palmada por los servicios prestados. Rácanos con su precisa transición en el juego y los poderes dentro de La Roja, a Luis nunca le correspondieron galardones por su esfuerzo. Embozado en una guerra contra el mundo, los meses que precedieron al triunfo en la Eurocopa 2008, la llave de todos los triunfos posteriores, no dejaban presagiar lo que sucedería. El premio fue mayúsculo para la hostilidad que Luis despertaba en demasiada gente. Nadie quería reparar en que como entrenador atesoraba méritos que están al alcance de muy pocos, entre otros la flexibilidad para amoldar sus dogmas tácticos al personal a su disposición. Y el más interesante, que fue capaz de hacer mejores a los jugadores que pasaban por sus manos, y la lista es larga y variada, de Futre a Mijatovic pasando por Eto’o o Xavi e incluso Torres y Cesc.

Quizá su alma atlética, equipo en el que tocó la gloria, no le permite una estampa más fina

Hasta el desafío de Luis la selección española era un equipo con cierto complejo de cenizo, donde la furia eliminaba las tentaciones de estilo y el balón era otro enemigo más dentro del campo. La dolorosa derrota contra la Francia del aún genial Zidane en el Mundial de 2006 se convirtió en la más fructífera decepción, de la que supo sacar consecuencias y la energía para liderar la corrección definitiva del modelo. Rectificar de la bravuconada de que dimitiría si no triunfaba en aquel Mundial fue el mejor regate de su carrera y de la nuestra. Nos salvamos, entonces, por los pelos, de la histeria.

Sabio en la distancia corta con los futbolistas, Luis incorporó su picardía al conjunto. No en vano en su día había pasado del césped al banquillo de entrenador sin transición temporal. Eligió los jugadores con tino, con extremada psicología para entender quién era el mejor en cada puesto al margen de las tertulias de bar y las pasiones desatadas, y elevó la autoestima del fútbol nacional hasta una cota antes inédita. Les hizo ver a ciertos jugadores españoles que no tenían nada que envidiar a las estrellas fichadas a golpe de talonario en sus clubes. A veces los convenció con maneras obscenas, pero efectivas. Se le recuerdan las múltiples salidas de tono, pero en cambio no se hace justicia con la perfecta afinación que logró en el equipo nacional.

Desconfiado, y en cierta manera desdichado, Luis ha sido un ganador con horma de perdedor. Quizá su alma atlética, equipo en el que tocó la gloria, no le permite una estampa más fina. Nadie espera ya el trato justo.

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