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Ocaña no olvidaba, y no se le puede olvidar

Ataque de Pozzovivo y victoria de Weening la víspera del segundo lunes de descanso

Carlos Arribas
Pieter Weening celebra su victoria.
Pieter Weening celebra su victoria. Harry Engels - Velo (Getty Images)

Hace hoy 20 años justos, día por día, el 19 de mayo 1994, Luis Ocaña debería haberse sentado en su coche y conducirlo hasta Bolonia, desde donde tres días después partiría el Giro de Italia que él debía comentar para la radio. Pero nunca se montó en el coche, que permaneció aparcado en su finca de Caupenne d’Armagnac, entre sus viñedos del sur de Francia, sino que, tras discutir con su mujer, con Josiane, subió a su pequeña oficina en un pequeño pabellón y se pegó un tiro en la sien con una pistola. Si Ocaña hubiera superado esos días de depresión que le condujeron al suicidio (o los problemas con su mujer, que, según su familia de sangre, su madre, sus hermanos, su hijo, le condujeron a ella, muerta de celos, a matarlo fríamente: oficialmente, y así cerró el juez el caso, fue un suicidio) y si hubiera superado la grave enfermedad hepática que le hacía sufrir bárbaramente, si Luis Ocaña estuviera aún vivo, y tendría ya casi 69 años, y volviera un año más al Giro porque, incomprensiblemente, no hubiera aborrecido aún de un ciclismo tan diferente al que él amaba, al que le convirtió en campeón único, seguramente le habría gustado el Passo del Lupo, unos kilómetros más arriba del pueblo de Sestola, en la estación de esquí de los Apeninos a la que van los fines de semana los boloñeses y en la que Alberto Tomba aprendió a ser un campeón.

Le habría gustado el Passo del Lupo porque le habría recordado al Tarangu Fuente, un rebelde como él, y por eso su gran rival también, un incomprendido muerto joven también. Y también le habrían gustado a Ocaña las bicicletas ligeras y peligrosas de ahora, el carbono y las llantas estrechas, y los tubulares inflados a 12 atmósferas, porque él amaba el peligro que viven, y lo vivía él, los que están siempre al límite, y él fue pionero usando bicicletas de titanio y agujereaba el plato y las manetas con un taladro buscando ahorrar gramos de peso, aunque a veces se le rompiera la bici y sufriera duras caídas. Y perdió un Tour (1971) por caerse, pero ganó otro (1973) por seguir desafiando las caídas.

Ya me habría gustado atacar como Pozzovivo y sacar medio minuto, pero no pude Nairo Quintana

A Ocaña no le habría gustado el pinganillo castrador, el cordón umbilical que obliga a los corredores a latir al mismo ritmo que sus directores, que guían el coche con una calculadora en la mano izquierda y un medidor de potencia, de límites, en la derecha, y gritan siempre, cuidado, dónde vas, bruto, que a ese ritmo no llegas, y así acaban con el imposible que hace al ciclismo siempre otra cosa. Y por eso a Ocaña le habría gustado uno como Julián Arredondo, el colombiano que intentó ganar la etapa del sábado en las montañas de Pantani (otro que le habría gustado a Ocaña, el Pirata, excesivo y mortal, otro muerto joven por falta de ganas de seguir viviendo), porque Arredondo, tosco y todo, sin el estilo único de Ocaña, con sus piernas cortas y negras y su corazón bien grande, no entiende de cálculos ni de calculadoras, y pedaleó hasta sentirse morir, hasta que sintió que la vida a su alrededor transcurría a cámara lenta hasta pararse, como pedaleaba Ocaña, sin saber nunca hasta dónde le llegarían las reservas. Y por eso a Ocaña no le gustaría seguramente el líder que sigue, Cadel Evans, porque el australiano calcula, y quiere ser dominador, tirano, como el Merckx que dio sentido a sus batallas hace 40 años, pero sin tener su fuerza, su estilo, su superioridad. Y no le gustaría Evans porque es como un jubilado ahorrador, que construye su intento de victoria arañando de aquí y de allá, llenando la hucha de céntimos, sin sentido de grandeza, sin entender que es siempre más importante el cómo que el qué. Y por eso, tal vez, Ocaña habría aplaudido a Domenico Pozzovivo, el ciclista del sur, de Policoro, en la Lucania del mar Jónico, y del Montalbano que tanto inspira, un escalador también diminuto que desafió a Evans en el Pian del Falco, y sacó medio minutos los favoritos, que no pudieron alcanzarlo (y él, Pozzovivo, llegó tercero, porque no pudo alcanzar a Weening y Malacarne, que entraron por este orden después de larga fuga). Y le habrían gustado al Ocaña comentarista de radio las palabras de Nairo Quintana, la sinceridad del colombiano, que tanto choca con las palabras que no dicen nada que dicen todos: “Ya me habría gustado atacar como Pozzovivo y sacar medio minuto, pero no pude”.

Y seguro que Ocaña habría aplaudido a Mikel landa, el joven alavés que intentó ganar el sábado pero al que Evans frenó personalmente, y dice: “Quizás Evans haya olvidado quien soy yo [hace unas semanas en el Bondone el australiano ya le vio ganar a Landa de cerca], pero yo no soy de los que olvidan…” Como Ocaña, inolvidable, nunca olvidaba.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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