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Habría sido tan bonito, Cavendish

El sprinter inglés, descolocado y ansioso por ganar en su tierra, provoca una caída en la que él mismo resulta el peor parado

Carlos Arribas
Cavendish, en el suelo, tras la caída en Harrogate
Cavendish, en el suelo, tras la caída en HarrogateF. Mons (Pool)

Pedaleando sudoroso, tras la etapa, en una bicicleta estática, Fabian Cancellara afirma al periodista que le entrevista que en esta vida, en este ciclismo, el que no se mueve no molesta, y el que no molesta no gana, y que el que no lo intenta se queda, y si no se gana un día se puede ganar el siguiente. Trataba de explicar así el fabuloso suizo por qué en lo más duro del repecho final, a 1.200 metros de la meta, había atacado duro (y sin recompensa) a un pelotón conducido a toda velocidad por su archirrival Tony Martin, quien trabajaba para Cavendish.

Clasificación

1. Marcel Kittel (Ale/Team Giant-Shimano), los 190 kilómetros en 4 h 44'07''

2. Peter Sagan (Esl/Cannondale) todos mismo tiempo

3. Ramunas Navardauskas (Lit/Garmin-Sharp)

4. Bryan Coquard (Fra/Europcar)

5. Michael Rogers (Aus/Tinkoff-Saxo)

6. Christopher Froome (GBr/Sky)

7. Alexander Kristoff (Nor/Katusha)

8. Sep Vanmarcke (Bel/Belkin)

9. José Joaquín Rojas Gil (Esp/Movistar)

10. Michael Albasini (Sui/Orica GreenEdge)

De la misma opinión que Cancellara, y normalmente todos los campeones, debe de ser el mismo Cavendish, pues se movió y molestó como solo él sabe hacerlo, a toda velocidad. Pero el corolario de su movimiento a 400 metros de la meta no fue tristemente el prometido por Cancellara, sino una caída dolorosa, para él y para el australiano Gerrans, a quien había acometido de cabeza (solo, sin equipo, quería a toda costa la rueda de Kittel), una derrota y un crujido de los huesos de su hombro. No muy lejos, en el podio de meta, espantados, los jóvenes de la realeza británica, Catalina, Guillermo y Enrique, tuvieron ocasión, como el público incontable, cuánto inglés loco por el pedal, para reflexionar sobre esos temas tan grandes que suelen acompañar al deporte de competición, con nombres tan enormes como grandeza, gloria, drama, valor y demás, pero se quedaron con las ganas de entregar a su compatriota y casi súbdito, transportado en ambulancia a un hospital, el primer maillot amarillo del 101º Tour, que él había prometido conseguir como el soldadito que parte a la guerra le promete a su novia hazañas y medallas. El maillot de líder, la medalla, se lo tuvieron que imponer al competidor menos amado precisamente por Cavendish, el alemán Marcel Kittel, un sprinter duro como un boxeador ruso y rubio como la mantequilla holandesa, que, como en el primer sprint del Giro pasado (el que abandonó misteriosamente febril tras ganar dos etapas seguidas en Irlanda), y como en la primera y en la última etapas del Tour del 13, levantó los brazos victorioso como anuncio de una nueva época de las llegadas masivas.

Todo esto ocurrió a pocos metros de la casa en la que había nacido su madre, la de Cavendish, de Harrogate, donde el niño que llegaría a ser campeón del mundo y a marcara un estilo propio en los sprints pasaba las vacaciones de verano con los abuelos, lejos de la isla de Man en la que creció y se hizo Cavendish. En el hospital no le vieron huesos rotos al inglés, solo una luxación, acromio-clavicular, por lo que lo más normal es que siga en carrera, pero su rendimiento seguramente se verá afectado.

El maillot de líder fue para el competidor menos amado por Cavendish: Marcel Kittel

Todo esto ocurrió, quizás, también, para dar la razón a otro sabio sentenciador, a Eusebio Unzue, el director del Movistar, a quien le gusta recordar que si el Tour se gana en la tercera semana se pierde en la primera. En la primera etapa ninguno de los suyos, comenzando por Valverde, ni ninguno de los españoles con aspiraciones, comenzando por Contador, y tampoco Purito, que viajó en el vagón de cola ("tranquilo en la oficina", dijo el catalán, que vuelve a competir después de la caída que le hizo abandonar el Giro, y lo hizo sin ponerse nervioso en ningún momento pese a los cortes que el mucho público en las cuestas provocaba estrangulando al pelotón en pasillos por los que solo se podía pasar en fila de a uno), perdieron el Tour, aunque ello no evitó el sufrimiento de Unzue en el coche. "Nunca había visto tanta gente en una etapa", dijo. "Había filas de ocho en fondo en algunas partes, había millones. Y en el coche padecía porque la gente se abría a nuestro paso en el último segundo, y los padres se olvidaban de que tenían niños y ahí los dejaban, qué sudores. Pero hemos salvado el día".

La desgracia del más querido de los ingleses en el Tour que sale de Inglaterra no despertó ni excesivas lágrimas ni compasión en el pelotón del Tour, que, cruel como los niños, proclamaba que ya era hora de que él probara de la misma medicina que a tantos ha administrado en otras llegadas caóticas. A Cavendish, apodado desde sus inicios como sprinter Cannonball por la película de la carrera de coches sin reglas, Patrick Lefévère, el patrón del Omega, un equipo que le paga millones, le había tranquilizado a mediados de mayo cuando, víctima de una crisis de confianza, el inglés le había enviado un selfie en el que se le veía vomitando, enfermo. Para tranquilizarlo, Lefévère fue a visitarlo y le dijo: "Me importa un comino lo que hagas estos meses, pero solo te pido una cosa: que ganes la primera etapa del Tour en tu tierra".

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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