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La carga de la caballería hace temblar al gigante

Mickelson, McIlroy, Rose y Woods tienen su mejor día, y Spieth afrontará la última jornada con solo cuatro golpes de ventaja

Carlos Arribas
Jordan Spieth celebra el putt en el 18 que le permitió salvar el par y mantener un liderato de cuatro golpes.
Jordan Spieth celebra el putt en el 18 que le permitió salvar el par y mantener un liderato de cuatro golpes.BRIAN SNYDER (REUTERS)

Contaba Arnold Palmer que hace 50 años, cuando aún había clases, su caddie, Nathaniel Ironman Avery (todos los negros tenían apodo), ni le daba consejos sobre qué hierros usar, ni le decía las yardas a las que se encontraba el hoyo, ni siquiera le ayudaba a leer las caídas de los greens. “Solo me hablaba cuando yo le preguntaba. Y nunca le preguntaba nada”. Un domingo, sin embargo, cuando luchaba por su cuarta chaqueta verde, Palmer necesito tres putts para embocarla en el 10. Su bogey colocaba al segundo, Dave Marr, a solo cuatro golpes. Y entonces, Ironman no pudo aguantar más y rompió años de silencio. “¿Qué pasa, jefe?”, le dijo a Palmer. “¿Nos estamos cagando?” La provocación psicológica fue efectiva: Palmer no volvió a fallar un golpe.

Como el caddie de Jordan no es un trabajador casi analfabeto sino un profesor de matemáticas en excedencia, se supone que cuando el prodigio texano empezó a cagarse en la soleada Augusta ayer, cuando necesitó tres putts y su correspondiente bogey para acabar con el hoyo cuatro, no le diría algo tan vulgar ni con efecto tan instantáneo. Seguramente le plantearía una complicada integral, una píldora de efecto retardado y fluctuante, para mantenerlo abstraído, combatir la ansiedad y generar, al mismo tiempo, la necesaria agresividad que le permitiera combatir.

Entonces, en aquel momento, alrededor de Spieth, el último llegado al campo, solo podían oírse exclamaciones y bravos celebrando las gestas y hazañas de los gigantes del golf, que llegaban cargando. El campo de Augusta, tan sobrepoblado y ruidoso, parecía un cine de pueblo de los de antes, a reventar de chiquillería jaleando la trompeta del Séptimo de Caballería que acababa con los malvados indios justo a tiempo. Salieron calientes y decididos Rory McIlroy, Tiger Woods y Phil Mickelson y desde los abismos comenzaron a encadenar birdies y miedo. Spieth, que no había necesitado tres putts en todo el torneo, que solo había hecho un bogey en 36 hoyos, empezó a manchar sus calzoncillos, aparentemente, y su tarjeta visiblemente. Un segundo bogey, en el siete, fue su punto de rebote, el momento en el que la medicina de su charlatán matemático empezó a surtir efecto eficaz e intermitente. Fue para Spieth una jornada de birdies (siete, su media habitual este Masters) y también de bogeys (tres) y hasta un insólito doble bogey, que le permitió mantener el liderato por tercer día.

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No es que se le hubieran acercado mucho los gigantes, salvo Phil Mickelson, el zurdo de San Diego, que recordó al ganador de tres chaquetas, con su mezcla de audacia, inconsciencia y genio. Contó Mickelson, como todos, con la ayuda de un campo ni infernal ni diabólico, sino amable y acogedor: la insidiosa y a veces imposible posición de las banderas se contrarrestaba con unos greens en los que la pelota no salía, como habitualmente, despedida como si chocara contra un frontón, sino clavaditas en su sitio. Solo el efecto psicológico, el miedo que achica mentalmente el tamaño de los greens, turbaba pulso de los jugadores. Con 67 golpes, su mejor tarjeta en tres años, algunos de ellos geniales, algunos de recuperación de su errático y selvático driver, algunos de excelencia, como el putt de 20 metros para birdie en el 16, Mickelson mantuvo la presión constante sobre Spieth, quien casi cede definitivamente en los dos últimos hoyos, cuando ya no había medicina que le salvara, pues al constante californiano zurdo se le unió al final la insurgencia tenaz del inglés Justin Rose, un europeo por fin en Augusta, 16 años después de la última victoria de Olazabal. Con cinco birdies en los nueve últimos hoyos y una tarjeta de 67, Rose, de 34 años y ganador del Open de Estados Unidos en 2013, partirá en compañía de Spieth en el último partido del día hoy, pero a cuatro golpes de distancia.

Los grandes del juego, el número uno mundial del momento, McIlroy, y el número uno del siglo, Woods, solo pudieron cargar en los nueve primeros hoyos, que acabaron en 32 golpes. Después se quedaron en el par y partirán el último día a 10 golpes de Spieth, seis de Rose y cinco de Mickelson.

Con tanta integral, Spieth finalmente a punto estuvo de desintegrarse él solo. Llegó al 17 con -18 (un récord en Augusta) y se fue del campo, dos hoyos más tarde, con -16. El -18 había sido casi heroico, un síntoma de otra de las grandes virtudes del joven de Dallas: su capacidad de recuperación, su poder para después de un mal hoyo dar un golpe genial en el siguiente. Su -16 fue un mal menor. Tras el bogey en el 14 fue el momento de otra integral de su matemático ayudante: el viernes, cuando se acercaba a su récord de 130 golpes en las dos primeras rondas, fue conservador como un conductor jubilado en los pares cinco 13 y 15, que afrontó cauto, logrando birdies tras llegar a green de tres golpes después de arduos cálculos. Ayer, tras su bogey en el 14, no necesitó pensarlo: tras el primer golpe echó mano a la bolsa y sacó un híbrido, ni madera ni hierro, un palo peligroso, en vez del cómodo hierro. Se la jugó y llegó al green de dos, haciendo inevitable el birdie. Un nuevo -1 en el 16 pareció zanjar el debate, pero aún faltaba un último momento, espectacular, de fragilidad: cuatro errores encadenados con driver, hierro, chip y putter, de nuevo triple, acabaron en doble bogey. Solo la forma increíble en que salvó el par imposible del 18 apagó todos los fuegos y exclamaciones de la caballería, que hoy, seguramente, seguirá cargando.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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