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Con y sin balón
Columna
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Érase una vez la selección brasileña...

Quienes eran ejemplo del gozo de jugar futbol hoy patean el balón con angustia y corren rogando al cronómetro clemencia

El portero brasileño Jefferson, durante la ronda de penaltis.
El portero brasileño Jefferson, durante la ronda de penaltis. Natacha Pisarenko (AP)

Esta acta de defunción no tiene lugar ni fecha, porque han existido demasiados. Pienso en la célebre esquela publicada por el diario británico The Sporting Times, cuando Inglaterra cayó a manos de Australia en críquet y dio nacimiento al trofeo llamado The Ashes (las cenizas): “En recuerdo afectuoso del críquet inglés, que falleció en The Oval el 29 de agosto de 1882, profundamente lamentado por un amplio círculo de amigos y conocidos, descanse en paz. El cuerpo será incinerado y las cenizas llevadas a Australia”.

Sin embargo, con la selección brasileña la urna mezclaría diversas cenizas, epitafio yuxtapuesto de efemérides. Tres Mundiales y dos Copas América consecutivos fuera de la final, más la casi nula presencia de elementos verdeamarelas en papeles determinantes dentro de los gigantes de Europa y, sobre todo, el regreso de Dunga al banquillo de la seleçao, dicen mucho. Esto último equivale a un exmandatario de pésimos recuerdos que vuelve a ser elegido no por amnesia de los votantes, sino por mera resignación.

La doctrina de Dunga pareciera deber obediencia a los positivistas preceptos impresos en su bandera: orden y progreso. En su planteamiento, imposible perseguir lo segundo sin lo primero. ¿A costa de qué? De un Brasil confundido, agazapado, paranoico, apocado. Lo único más grave que dejar de jugar con respeto a una esencia, es insistir en la traición pese a constatar que tampoco funciona; puesta a morir, la verdeamarela prefiere hacerlo desde el desarraigo.

Un futbol que ha sobrevivido a varias crisis. De entrada, el regionalismo que mermaba al plantel (a Uruguay 1930 asistieron cariocas y no paulistas). Después, el trauma del Maracanazo (el escritor Nelson Rodrigues suplicaba la presencia de apoyo psicológico: “Se cuida de la integridad de las piernas, pero nadie se acuerda de preservar la salud interior, el delicadísimo equilibrio emocional del jugador”). Pasada la época dorada, la nostalgia con clímax en España 1982 (“jugando así, es válido perder”, clamaba Sócrates). Más tarde, la mercantilización (Ronaldo y su insólita final en Francia 1998) justificada por los trofeos. Aunque ninguna tan dilatada y existencial como el sinsentido actual: ni ser ni hacer; de tanto refutarse, olvidar lo que es buscarse.

Quienes eran ejemplo del gozo que supone jugar futbol, quienes eran maestros en el regreso a infancia y calle que puede suceder en una cancha, quienes sublimaron esta actividad a máximas proporciones estéticas, hoy patean el balón con angustia, hoy corren rogando al cronómetro clemencia, hoy se enmarañan en recuerdos de lo que hubo y desapareció.

Érase una vez, la selección brasileña, versión futbolística y contemporánea de las británicas The Ashes. Las cenizas serán llevadas al Mineirao.

Twitter:@albertolati

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