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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ghiggia y Varela

Juan Tallón
Ghiggia sostiene su camiseta de Uruguay
Ghiggia sostiene su camiseta de Uruguay PABLO LA ROSA (REUTERS)

Alcides Ghiggia es un personaje literario, igual que Sam Spade o Lady Chatterley, y como tal, nunca muere. Está en los libros. Tampoco murió Obdulio Varela. Ambos se dedicaron a la literatura, aunque por otros medios. En el país del que proceden se puede escribir de distintos modos: como Onetti, como Levrero, como Idea Vilariño, pero también como Ghiggia o como Francescoli. Cada uno cultiva su estilo. Alcides y Obdulio escribieron una de las novelas negras más turbadoras del fútbol.

Obdulio generó el caos y el desconcierto, de modo que las cosas pareciesen algo que no eran, y al final, Ghiggia liberó el acertijo. Se han propuesto muchos relatos sobre el Maracanazo. Que si el gol de Schiaffino. Que si el gol de Alcides. Que si el silencio de 200.000 brasileños. En cambio, nos detenemos poco en esos minutos en que el partido está detenido entre el gol de Brasil y el saque de centro posterior. En la pérdida de tiempo, durante la que no pasó nada, sucedieron todas las cosas. Pero como en muchas ocasiones a lo largo de la civilización, los instantes históricos son secretos.

Alcides y Obdulio escribieron una de las novelas negras más turbadoras del fútbol

Cuando Friaça se adelanta para Brasil, cruzando un balón que el portero uruguayo solo tiene oportunidad de mirar y pedirle que, por favor, no le haga daño, todo se ralentiza. El mundo entero mira cómo los brasileños celebran su gol, y los uruguayos aprovechan para mover la historia de sitio. Matías González recoge el balón de la red y lo aleja de su vista, por temor a que dé mala suerte. El esférico rueda, casi sonámbulo, hasta los pies de Obdulio Varela, que lo guarda debajo de un brazo, como si se tratase de Los hermanos Karamazov. Sus compañeros se vuelven hacia él. “¿Y ahora qué hacemos?”. El Negro Jefe, pues así le llaman, ni se inmuta. “No hay que hacer nada”.

De hecho, en lugar de sacar rápido y lanzarse a por el empate, se dirige al árbitro para protestar un fuera de juego inexistente, y seguir pisando el tiempo con la puntera del pie, igual que se hace con un cigarro.

La prisa, algunas veces, tiene más que ver con la lentitud que con la velocidad. Los brasileños, desbocados de alegría, quieren reanudar el partido para ampliar la ventaja, y la actitud de Obdulio, paseando con Dostoievski bajo el brazo de un lado a otro, e impidiendo la reanudación del partido, los sulfura. La euforia se convierte en irritación, y la felicidad del gol adquiere aspecto de noche de invierno. Llueven los insultos sobre el Negro Jefe. Un medio centro brasileño se acerca y le escupe. Hay un gran caos, la situación es excelente. Brasil ya no piensa en marcar el segundo, sino en odiar a Obdulio. Están ofuscados. El capitán avanza lentísimamente hacia el círculo central. Le importa una higa el fútbol. Él está escribiendo un libro en el que ganará el Mundial. Lo siguiente es pura gestión de oficina: goles de Schiaffino y de Ghiggia. La clave fueron esos minutos en los que no pasó nada, salvo la literatura.

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