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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Dónde dan el fútbol?

Dios existía o no existía, Maradona era el mejor de la historia o lo era Pelé, pero el fútbol era a las cinco de la tarde, y ya. No se discutía.

Juan Tallón
Griezmann, ante Javi Castellano, de Las Palmas.
Griezmann, ante Javi Castellano, de Las Palmas. GERARD JULIEN (AFP)

Cuando llegas a cierta edad notas cómo algunas preguntas se repiten. Yo todavía escucho “¿a qué hora es el partido?” un par de veces a la semana, igual que en la infancia, cuando regresaba de misa, oía a mi padre decir “¿qué dijo el cura?”. Saber a qué hora ocurren algunas cosas, cuando muchas de ellas ocurren por sorpresa, fuera de hora, produce cierto alivio. No ordena tu caos, que en el fondo te gusta, pero te proporciona un asa a la que agarrarte durante un ratito. Por desgracia, la “hora del partido” es algo que se ha ido desvaneciendo con los años, al estilo de las viejas pintadas en las paredes en las que se gritaba “anarquía”, o algún otro imposible, como aquel “Volvé, Cortázar, volvé. Total, qué te cuesta”.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que el fútbol tenía su hora y no otra. Aquella puntualidad podía emplearse para hacer la cena o para poner en hora los relojes a los que se les acababa la cuerda. Los partidos ocurrían a rajatabla, del mismo modo que en una novela negra el muerto aparece en las primeras páginas, y a veces en el título. La hora del fútbol representaba lo que quedaba después de cuestionarlo todo. Era lo indubitable, en términos cartesianos. Constituía un punto de partida firme a partir del que organizar el resto de tu vida. Dios existía o no existía, Maradona era el mejor de la historia o lo era Pelé, pero el fútbol era a las cinco de la tarde, y ya. No se discutía. Pero llegaron las televisiones. Pero la telefonía se hizo con el negocio. Pero murieron los relojes. Pero. Pero. Pero.

Los horarios rígidos e intocables, que se podían emplear para atracar un banco —véanse las tres en punto—, han caído en un lánguido descrédito. Perdieron su baño de plata, digamos. Ni siquiera hay ya un partido que empiece a las nueve de la noche. De pronto, se juega a las ocho y media. Y nadie protesta. Tal vez el fútbol desaparezca irremediablemente, y no nos importe demasiado, el día que comience a las 19.33 horas, que es uno de esos momentos del día con aspecto de botella rota.

Peor que se repitan las preguntas de siempre, lo cual no deja de proporcionarnos la seguridad de que mañana se parecerá un poco a hoy, y eso nos mantiene a flote, es que irrumpen otras nuevas, que nunca habíamos sentido la necesidad de plantear. Hablo, por ejemplo, de “¿Dónde dan el fútbol?”. Parece fácil responder, como cuando tu pareja te pregunta, en mitad de la noche, mientras te meces con la cabeza en blanco, si la quieres. “Qué clase de pregunta es esa”, respondes para ganar tiempo, pues en el fondo no tienes ni idea. La semana pasada quise saber a quién debía llamar para contratar el partido del Atlético de Madrid. Al parecer podía verlo en tantos canales, con los que primero debía poco menos que casarme y hacer el amor, que opté por lo más sencillo y barato: subirme a un tren, recorrer 500 kilómetros y presentarme en el Vicente Calderón.

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