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SIN BAJAR DEL AUTOBÚS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las rachas del gol

Cuando los buenos tiempos llegan a su fin, de pronto te encuentras solo y tardas semanas en marcar

Juan Tallón
Agüero celebra uno de sus goles del pasado sábado.
Agüero celebra uno de sus goles del pasado sábado.Dean Mouhtaropoulos (Getty Images)

Un partido de fútbol a veces dura diez minutos, y se acaba. No hay más que rascar. Los equipos siguen jugando, porque incluso el fútbol posee sus trámites, pero ya fuera de la historia. Cualquier cosa que aún pueda pasar en ese encuentro, en el futuro, hasta llegar al minuto 90, ya pasó. Se trata de esos días, bañados en oro, en los que un jugador está tan en vena y desmelenado que cualquier cosa que haga, aunque le salga mal, está bien hecha. El acierto y la suerte lo persiguen. Todo conspira a favor. Son las rachas. Y son terribles.

No existe defensa posible contra una buena racha. Lo allana todo a su paso, y su huella tarda mucho en borrarse, como si después de la racha aún viniese la estela de la racha, o sus réplicas. Una racha no se prodiga. Está a punto de no producirse nunca. Para aparecer, espera al instante que nadie está preparado, mientras se ducha o prepara un huevo frito. Tal vez por eso, en una semana, asistimos a la racha de Lewandowski, con cinco goles en nueve minutos ante el Wolfsburgo, y a la de Agüero frente el Newcastle, equivalente. ¿Qué pasó antes de esos minutos? No se sabe. ¿Qué pasó después? Para qué querríamos saberlo.

La racha es inopinada. No se la espera, y de pronto todo tiembla y al poco queda arrasado. Su belleza es irreprochable, y produce un efecto anonadadante parecido al de una bofetada repentina, que no ves venir. Guardiola, tras el quinto gol de Lewandoski, se llevó las manos a la cabeza, preguntándose, en gallego, “pero qué carallo está pasando aquí”.

Una racha ni siquiera tiene que ser buena para poseer belleza. En tercero de BUP me sentaba con un repetidor que suspendió ocho asignaturas en el primer trimestre, ocho en el segundo, y ocho en el último. En septiembre, no hay ni que decirlo, se ratificó en los mismos suspensos. Fue una racha no demasiado positiva, pero aun así también de una belleza que te golpeaba.

Cuando los buenos tiempos llegan a su fin a veces descubres que estás en el desierto. Te sentías inexpugnable, y de pronto te encuentras solo y tardas semanas en marcar. En cierto sentido, el fútbol imita al póker. Siempre apuestas alto, calculando que aún estás en racha, como en aquel día de 1889 en Santa Fe (Nuevo México) cuando Ike Jackson jugó contra Johny Dougherty, y se creyó invencible. En el instante álgido, cuando una de las manos alcanzó los 100.000 dólares, redactó un escrito en el que se jugaba su rancho y diez mil cabezas de ganado. Dougherty tomó la pluma y garabateó algo en un papel. Después se levantó y se acercó al gobernador Bradford Prince, que estaba viendo la partida. Sacó su arma y le apuntó a la cabeza. “¡Firme esto, o aprieto el gatillo!”, dijo. El gobernador firmó sin vacilar. En aquel papel Dougherty había escrito: “Subo tu apuesta, y me juego todo el territorio del Estado de Nuevo México”. Uno de los dos iba a perder, pero la belleza ya era inevitable y perfecta.

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