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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El feliz Alonso

La manera en que se apeó del bólido, y se acomodó en una sillita de camping, con vistas a la Q1, para celebrar que no había nada que celebrar, puso el final perfecto a una historia horrible

Juan Tallón
La foto, tomada de un vídeo de F1.
La foto, tomada de un vídeo de F1.

En McLaren todo ha salido mal, casi a la perfección. Su temporada ha encadenado tantos fiascos que, en el fondo, hasta tiene sentido que Fernando Alonso la haya celebrado sentándose a tomar el sol en la curva donde su coche, un día más, acababa de dejarlo tirado. Tal vez el piloto asturiano pensó que las ocasiones hay que aprovecharlas como vienen, aunque vengan torcidas. Era cruel malgastar la penúltima carrera del Mundial mostrándose descorazonado y gris, después de un campeonato horrible, con carreras que a menudo acaban en la primera vuelta.

Cuando los problemas se suceden, como ocurre en la escudería plateada, y sus responsables afirman que pronto se arreglarán, pero en su lugar se agrandan, esos problemas ya solo sirven para reírse. No veía algo así desde hace tres años, cuando uno de los atletas participantes de la Carrera de San Martiño (Ourense), en el segundo kilómetro se arrastraba ya sin aliento, pálido, y al pasar al lado de una pulpeira pidió dos raciones bien picantes y desistió del sueño de completar el recorrido.

La manera en que Alonso se apeó del bólido, y se acomodó en una sillita de camping, con vistas privilegiadas a la Q1, para celebrar que no había nada que celebrar, puso el final perfecto a una historia horrible. ¿Qué más podía hacer? ¿Tirarse de los pelos, escupir con asco, irse a la cama a las siete de la tarde? En términos poco menos que filosóficos, el gesto de Alonso venía a expresar que la tristeza ya no le pone triste, sino lo contrario, como las extrañas noches en las que el alcohol deja a uno circunspecto y sobrio. En ese momento, con el coche muerto, sólo eché en falta que un asistente de carrera se acercase al piloto, le palmease la espalda con júbilo y, como si tener algo que fumar le pareciese lo único importante en la vida, le dijese: “Ten, muchacho, toma un buen puro. ¡Enciéndelo y sé alguien!”, igual que en El blues de Pete Kelly.

El abatimiento tiene un límite más allá del cual no interesa viajar. Alcanzada tal cota, a veces evoluciona, sin descartar que lo haga hacia la felicidad. No pasa nada si uno fracasa. Aun si fracasa mucho existen maneras de llevar la cabeza alta y enarbolar el entusiasmo en mitad de un día negro. A veces conviene reírse del destino. Carlos Casares contaba que cierta mañana, mientras se dirigía en su coche a Vigo, se cruzó con un autobús lleno de gente que perdía gasolina a mares. El conductor se detuvo en el arcén y, por precaución, mandó bajar a los pasajeros. El escritor y editor gallego se fue a trabajar y algunas horas más tarde volvió a pasar por allí, de regreso a casa. El autobús y los pasajeros seguían en el mismo sitio, tristes pero felices. Uno de ellos había sacado un acordeón, para dulcificar la espera. Casares aminoró la velocidad y, muerto de risa, reparó en que el autocar averiado hacía la línea entre Fátima y Lourdes. Era un milagro. Normal que estuviesen apenados y contentos.

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