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El ensayo que cambió el rugby

Jonah Lomu, la primera gran estrella del balón oval, fallece a los 40 años

Jonah Lomu atraviesa la defensa de Inglaterra en un partido en Old Trafford en 1997
Jonah Lomu atraviesa la defensa de Inglaterra en un partido en Old Trafford en 1997DAN CHUNG (REUTERS)

Impasible ante las acometidas desesperadas de tres rivales ingleses, pasando sobre el zaguero Mike Catt como si fuera una sombra, Jonah Lomu firmó en 1995 la jugada más categórica de la historia del rugby. Fue uno de los cuatro ensayos que le endosaría al XV de la Rosa en la semifinal de aquel Mundial que organizó y ganó Sudáfrica. El ala neozelandés, fallecido ayer en Auckland a los 40 años, fue un argumento decisivo para decantar el paso del rugby hacia el profesionalismo. Aunque no llegó a ganar ningún Mundial, su espectacular juego vertical elevó ese deporte que esgrimía tradición en unos pocos países a una suerte de universalidad. Aquel ensayo ha sido elegido este año como la mejor jugada de la historia y el Mundial de rugby ya presume de ser el tercer gran evento deportivo, después del de fútbol y los Juegos Olímpicos.

“Ese Mundial lo cambió todo. Lo miro ahora y entiendo más el impacto que tuve. Cuando lo ponen en televisión, mis hijos me miran y es una enorme tarea explicarles lo que he logrado”, explicaba Lomu en agosto. Le habían diagnosticado en 1995 una rara enfermedad renal degenerativa, el síndrome nefrítico. Pese a que necesitó un trasplante de riñón en 2004, su muerte sorprendió porque no se le conocían recaídas. Lomu había regresado el martes a Nueva Zelanda tras el Mundial de Inglaterra. Según aseguró el médico de los All Blacks, John Mayhew, al New Zealand Herald, sus problemas renales le provocaron un paro cardiaco.

Lomu fue el jugador más joven en debutar con Nueva Zelanda. Era 1994 y tenía 19 años. Anotaría 37 ensayos en 63 partidos con los All Blacks, lejos de los seis jugadores centenarios que los campeones del mundo exhibieron hace unas semanas en Inglaterra. Su impacto, ese cuerpo imponente capaz de correr los 100 metros en 10,8 segundos, trascendería cualquier estadística, incluso su récord más noble. Cuando el sudafricano Bryan Habana igualó sus 15 ensayos mundialistas, recalcaría humildemente que la comparación no se sostenía, que el 11 neozelandés había cambiado el juego para siempre.

Los resúmenes de las imágenes de Lomu en los informativos eran la mejor baza en el paso del rugby hacia el profesionalismo. El camino, liderado por Nueva Zelanda, Sudáfrica y Australia a finales de los noventa ante la resistencia de los clásicos del hemisferio norte, buscaba el reclamo global del espectáculo. Con él como emblema, el sur ganó la batalla: siete de los ocho Mundiales disputados les pertenecen y Nueva Zelanda, el primer campeón en repetir título, ha elevado si cabe el imponente juego que encarnaba su ala.

“El rugby es lo que es gracias a él”

Noy hay equipo ideal de la historia del rugby en el que el 11 no lo lleve Lomu, ni aficionado que no cite al neozelandés entre sus predilectos. Siempre había habido gente rápida, fuerte y pesada, pero nadie había combinado todo. Pesaba 120 kilos y no era un virtuoso con el oval, pero cuando recibía el balón era capaz de levantar un estadio y de tumbar a los rivales. “Este deporte es lo que es, en gran parte, gracias a él”, dice el francés Emile Ntamack, amigo y rival; “era algo nunca visto, sobre todo por la velocidad. Se recuerda el Mundial de Sudáfrica de 1995 por cuestiones políticas, pero se siguió hablando de rugby por Lomu. Fue único y revolucionario”. “Era desmoralizador jugar contra él”, afirma el neozelandés Norm Maxwell; “en tu equipo el objetivo siempre era que el balón le llegara a él”.

Un físico castigado

Aun así, la gran cita le fue esquiva. Sudáfrica se la negó en 1995; Francia frustraría otra actuación mayúscula en la semifinal de 1999, anotando 33 puntos seguidos, y su enfermedad le impediría ser seleccionado en 2003. Su carácter no merece la simplificación de los trofeos. Es la lucha de un hombre admirable que abrumó al mundo sabiendo que moriría joven. Y así alargó el rugby hasta el límite, aplazando al máximo el trasplante, su adiós. Deja dos hijos, Brayley y Dhyreille, de seis y cinco años; otra victoria improbable de Lomu, diagnosticado estéril por sus primeros tratamientos renales. Divorciado en dos ocasiones, vivía con su tercera mujer, Nadene Quirk.

Tras su retirada, Lomu ya repasaba sus cicatrices. Tenía un hombro dislocado, una cicatriz en la cabeza por una patada tras la que regresó para terminar el partido o los dedos del pie deformados porque no pudo permitirse un calzado de su talla durante su infancia. Se marchó de casa con 15 años tras la enésima pelea con su padre, un alcohólico que maltrataba a su madre y con el que terminó reconciliándose. “Solo tengo 34 años, pero por todo lo que ha pasado mi cuerpo parece que tengo 54” explicaba en 2010 al diario británico The Guardian.

La Bestia, el tipo con la planta más categórica que ha conocido el rugby, tenía claro que su fuerte era la mente: “Creo que la clave de que ganara la mayoría de mis batallas es que estaba mentalmente preparado para llegar a lo más profundo, a ese lugar oscuro donde la gente no quiere ir”.

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