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Siete minutos mágicos del Athletic en Mestalla

El equipo rojiblanco cumple a rajatabla los planes de Valverde ante un rival descosido

Aymeric Laporte pugna por el balón con Aderlan Santos.
Aymeric Laporte pugna por el balón con Aderlan Santos.Kai Försterling (EFE)

Hay victorias que tienen el perfume del entrenador. También derrotas. Seguramente, ocurrió lo que Ernesto Valverde, técnico del Athletic, esperaba: desgastar al Valencia con una primera mitad muy física y muy hueca, jugar sin delantero centro, nada de falso nueve y sí cuatro centrocampistas por delante de los dos medios centros y finalmente ir incorporando a los jugadores protegidos, o sea, Aduriz y San José, para pisar el acelerador y saltarse todos los peajes, que ciertamente en el centro del campo del Valencia eran muy pocos. Todo le salió bien a Valverde aunque fuera por obra y gracia de la magia en siete minutos.

Tres trucos inesperados entre el minuto 73 y el 80 que noquearon a un rival que vivía la igualdad en el marcador y en el juego con una cierta rutina. Le salió bien porque San José se marcó un centro desde la derecha, a modo de extremo -nada más lejos de su realidad futbolística-, que Sabin Merino cabeceó a placer mientras Mustafi y Cancelo se miraban el uno al otro sin ver al rival ni en pintura, y eso que el delantero es un chicarrón del norte.

Contagiado el Valencia de esa atonía y de la desatención, Parejo se dejó arrebatar el balón por Mikel Rico en una frivolidad del valencianista que acabó con el balón en los pies de Muniain y dos segundos después en la red tras filtrarse su disparo entre los pies de Diego Alves. Faltaba Aduriz y el delantero centro del Athletic no es de los que olvidan las citas ni llega tarde a sus encuentros. Un córner, lo cazó el guipuzcoano mientras los defensores valencianistas seguían mirándose a los ojos, quizás obnubilados por el brinco del delantero rojiblanco.

Fueron siete minutos de gloria para el Athletic y de pecado para el Valencia, que parecía no temer por el partido. Más aún cuando en la primera mitad había dispuesto de una ocasión inmejorable de Negredo que el vallecano mandó a las nubes o cuando Andrè Gomes cayó al suelo ante un cruce de Etxeita dentro del área. El Athletic, fiel a la pizarra y al plan previsto, sustituyó en la alineación a Aduriz -entre algodones desde el partido frente a la Real Sociedad- por nadie. Caracoleaban Muniain, Rico, Merino y De Marcos con el fin de confundir a los centrales del Valencia, sin referencias precisas sobre a quién marcar. De eso se trataba, de sembrar la confusión, pero no es menos cierto que el Athletic, tan acostumbrado a Aduriz, también se confundía cuando miraba al área y no veía a nadie.

Da la sensación de que el Valencia, a pesar de cuatro victorias consecutivas, está aún por coser. Que André Gomes, su mejor futbolista, encuentra pocos aliados para hilvanar el traje, lo que le obliga a las conducciones largas y a las jugadas individuales. Para ambas cosas está capacitado el portugués, pero ante un Athletic lleno de centrocampistas el campo se parecía más a las callejuelas de un casco histórico que a una autovía donde circular en quinta marcha. Ni Gayà ni Cancelo le daban profundidad por los costados y Cheryshev fue perdiendo fuelle hasta acabar sustituido.

Era tal el atasco que cualquiera hubiera podido aparcar un gol en cualquier jugada. Un remate de Sabin Merino lo salvo Alves con un brazo que pareció un muelle flexible. Un mano a mano de Alcácer -que había sustituido al inoperante Negredo- lo salvó Iraizoz con una intuición cercana a la adivinanza. A partir de esa jugada, el Valencia se quedó sin boletos para la rifa. Ni Piatti ni Feghouli, que salieron para dinamitar las bandas, habían comprado boletos. Y a partir de esa jugada, Valverde sacó los bonos de reserva que había escondido en los bolsillos. El primero fue San José, con la misión de contener el centro del campo, es decir, de hacérselo pequeño a André Gomes. Con lo que quizás no contaba Valverde es con que el centrocampista se sacase de la chistera un centro, con un defensor por delante, que lo hubiera firmado el más afamado de los extremos. Sabin Merino hizo el resto, poner la cabeza porque el balón venía con una potencia descomunal y le bastaba con enseñarle la frente para que fuera a la red (tancredismo defensivo incluido).

El gol descentró al Valencia tanto que Parejo elevó la desorientación a la enésima categoría con una suficiencia impropia de su rango. Mikel Rico hizo lo que mejor sabe, robar balones, pero además hizo lo que menos sabe: centrar con precisión de relojero. Y Muniain hizo lo que suele hacer, inventarse un disparo que se coló entre las piernas de Alves.

El Valencia estaba muerto psicológicamente. Dos sopapos a esas alturas eran lo más parecido a un KO Técnico. Alcácer se movía bien por la frontal del área, pero sus abastecedores vivían en un pantano seco, a pesar de la lluvia que refrescaba Valencia. Y faltaba Aduriz, que se había hecho notar despejando involuntariamente bajo los palos un cabezazo de Etxeita en un córner que se iba a gol. La magia de Aduriz no le lleva a tanto como para desaparecer en una décima de segundo, menos aún si está luchando por desquitarse del abrazo insistente de Parejo. Y halló el gol en un córner. Se fue colocando como con desgana antes de que Beñat sacase de esquina, moviéndose con lentitud, como ninguneando la acción y ¡zas!, brinco altísimo y cabezazo a la red. No celebró el gol porque su estancia en el Valencia le dejó buenos recuerdos. Y porque además el público aplaudió su salida cuando sustituyó a De Marcos. Nobleza obliga.

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