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El Barcelona sigue en rutina libre

Los goles de Messi (2), Munir y Suárez fulminan a un Eibar que solo existió diez minutos

Messi celebra uno de sus goles con Munir y Suárez.
Messi celebra uno de sus goles con Munir y Suárez. Alvaro Barrientos (AP)

Existe en la natación sincronizada un ejercicio que se llama “rutina libre”, dos palabras aparentemente antitéticas, pero que juntas adquieren su sentido. Digamos que en el fútbol seria algo así como hacer lo que sabemos sin arriesgarnos a más. Algo así como comprar en la panadería de siempre, en la pescadería habitual, en la frutería de confianza. Más aún, si a los siete minutos ya has conseguido el descuento de buen cliente, cuando el Barça descubrió una desatención defensiva del Eibar, suficiente para que Luis Suárez asistiera a Munir en eso que se llama la boca el gol, por no llamarlo la boca del lobo. Rutina libre. Mientras el Eibar, plagado de centrocampistas destructivos, trataba de reconocer su mirada, el Barcelona, con Messi paseando por la banda, observando el paisaje, brazos en jarra, intimidaba con la mirada. Quizás sabía Leo Messi que no era un día especial, que no hacía falta, que batallas vendrán que mejor te harán. Que asomarse a la ventana es suficiente para que se arremoline el personal por si te da por cantar o por tocar la guitarra o por tirar de trigonometría, que nada tiene que ver con no medir el trigo, sino con la medición de los triángulos, esa figura geométrica tan futbolística últimamente.

Y por allí andaba el argentino penando en sus cosas, midiendo el campo, la velocidad de los defensas, cuando a Ander Capa le dio por coincidir con eso que se llama fatalidad. Jugaba entonces bien el Eibar, achuchando como un cuñado en Nochevieja, asustando a Bravo con remates de Escalante y Capa, moviendo los postes con su voluntad de hierro, mientras el Barça se acurrucaba en la almohadilla de su gol madrugador, cuando le pasó a Capa lo que decía Oscar Wilde, que “siempre existe una fatalidad en las buenas resoluciones, siempre son tomadas demasiado pronto”. Eligió bien, ceder atrás, pero la toco mal y para su desgracia, caminaba por allí un tal Leo, un depredador que había abandonado el costado aburrido por la ausencia. Recibió el robo de balón de Munir y lo custodió como si fuera el oro de Moscú, pegadito a la bota, atado con cordel de oro, hasta llevarlo a la caja fuerte del fútbol, que es la red, visible pero inevitable.

El partido, herido por Munir en el primer rejón, dijo su última palabra con Messi cuando el argentino sacó la serpiente que lleva en el cuerpo para convertirla en la solitaria para los defensores, que es algo peor. Seguramente, muchos defensas pensaron en darle un pellizco de monja en ese triangulillo que culmina su cabellera antes de la primera vértebra, pero se lo ha cortado, ya no existe. Hasta en eso regatea la pulguita, calzón largo, pierna corta, muslo intenso.

Suárez firma un gol brillante

Ya no había más. El Eibar había salido a otra cosa. A atrapar al Barça en un trapecio inseguro que inhabilitara a sus laterales y cegara sus bandas. Por eso Escalante, un “cinco” argentino clásico, se iba a un costado y Adrián, al otro, a cambio de extremos puros que igual no bajan, que sueñan tanto con el gol que no ven el gol en contra. Y moría el Eibar sin alternativas, salvo diez minutos en los que acoquinó la rutina libre del Barça con una dosis adecuada de buena voluntad y fe que más que ocasiones creaba circunstancias de gol. Pero el gol, ya se sabe, es caprichoso, y baila con quien quiere. Y lo que quiere. Y como quiere

El Barça jugaba a ritmo de balada, que lo mismo sonaba a John Denver que a Bon Jovi, acaramelada o ruidosa, sin más solo de guitarra que el que Messi quería tocar cuando encontraba la púa o el rasguño de Luis Suárez a las cuerdas metálicas del gol. Tienen ambos tanta distancia en las formas, que forman un dúo perfecto. Busquets, por detrás, se bastaba para mantener el ritmo y Arda ponía eso que se llama la pausa, aunque no siempre se sepa muy bien qué es. El resto era el coro y daba penita ver a Claudio Bravo en manga corta como un esquimal en camisa esperando a un barco en un glaciar.

Messi tiró de nuevo de la trigonometría para fabricarse un triángulo de tres sabores: velocidad, imprevisibilidad y penalti, por mano en su pase de la muerte. Y la guadaña la sacó el argentino para acabar con la maldición de los penaltis: lo tiró suavecito, a lo Panenka, con cuidado, lo mejor hacia al centro, para que no se vaya fuera. Hacía tiempo que el partido era un responso para el Eibar, pero menos doloroso porque se trataba de una muerte anunciada. Insistió porque lo lleva en los genes, metió dos extremos (Berjón e Inui) , pero ya era pasado. En realidad, lo era desde que marcó Munir, cuando aún lucia un pequeño sol templado. Pero faltaba Luis Suárez, y el uruguayo no quiso marcar un gol anecdótico, un epílogo que nunca se lee, sino que se construyó un tanto propio de un delantero ambicioso, voluntarioso, infatigable y artístico. Un manual en toda regla de lo que hay que hacer cuando te enfrentas al enemigo: fuerza y astucia. E hizo el cuarto. Y construyó una casa de 36 partidos sin perder, como el Milan de Capello y a dos de la Real Sociedad de Ormaetxea. Y del futuro. O del inmediato presente. O de lo que quiera Messi, que tiene a bien guiarse por la prontitud en las decisiones. A Capa le supuso la fatalidad, a Messi el éxito. Hay filósofos para todo.

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