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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La goleada del año

Cuestión de tiempo, nos decíamos, acaso sin imaginar que el partido pudiera prolongarse hasta el decimosexto penalti

Juanfran besa el escudo tras clasificar al Atlético.
Juanfran besa el escudo tras clasificar al Atlético.S.VERA (REUTERS)

Al aficionado rojiblanco se le reconocía esta mañana por el milagro de la levitación, por la donosura con que pedía el periódico -nunca es redundante recrearse en las pruebas documentales-, por la afonía y hasta por las ojeras.

Eran los síntomas de un ejercicio de estrés y del insomnio que simbolizó la imagen de Felipe Luis no corriendo la banda sino arándola con sus botas, hasta convertir el Manzanares en una trinchera de la que nos supimos victoriosos cuando el palo repelió el disparo de Locadia en el minuto 58.

Cuestión de tiempo, nos decíamos, acaso sin imaginar que el partido pudiera prolongarse hasta el decimosexto penalti. Y no se prolongó más tiempo porque intervino entonces el ritual chamánico, propiciatorio de Simeone.

El gurú se había abstraído de la tanda de penales. Parecía incluso desentenderse del desenlace, pero atravesó in extremis la raya de cal para invocar un gran conjuro. Y dio la impresión de estar poseído. Alzaba los brazos. Miraba al cielo. Incitaba la comunión del graderío para desviar al larguero, “Manitú, Manitú”, el lanzamiento de Nasringh.

Ya sabíamos que Juanfran no iba a resucitar la remota leyenda del Pupas. Lo supimos, de hecho, unos minutos antes, cuando el guardameta Zoet “detuvo” el penalti de Saúl sin explicarse después qué hacía el balón alojado en las mallas. Y sin explicárnoslo tampoco los aficionados rojiblancos.

La moviola no despeja las dudas. Demuestra, acaso, que la pelota había cuestionado las leyes de la física, de forma que el partido interminable debía resolverse entre la superstición y la fe. De nada le servían a los pistoleros del PSV la ortodoxia y el fútbol académico de Cocu. Simenone agitó el caldero y agitó el Calderón para llevarnos al éxtasis por el camino del sufrimiento.

Que es un camino muy místico, por otro lado. Y que asumimos los colchoneros con cierto placer sadomasoquista porque luego, a diferencia de antaño, sobreviene la recompensa del éxtasis. Y porque anoche volábamos como si fuéramos Oblak por el Paseo de los Melancólicos, asimilando la paradoja o la parábola de la mejor goleada del año.

Ocho tantos metimos. Ocho, como el número de Luis Aragonés, mediador taumatúrgico de la proeza al que los hinchas invocaron -invocamos- temiendo que pudieran presentarse los viejos fantasmas. Y despertarnos afónicos, con ojeras, pero por otras razones mucho menos tolerables.

Simeone ha convertido el Atlético de Madrid en una prolongación personal. Le ha inculcado su mentalidad, su rigor táctico, su noción gregaria, su personalidad combativa, su intensidad, su arrojo. Y le ha devuelto la buena estrella, aunque sea recurriendo a pociones mefistofélicas y conjuros sobrenaturales. ¿Por qué no serán del Atleti los demás?

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