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Sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Giro, qué gran horror

Nunca un aficionado a esta carrera dirá “qué pena, hay niebla”, o “qué horror, hace frío”. El esplendor está en todas partes, también en la aspereza.

Juan Tallón
El pelotón del Giro en la segunda etapa.
El pelotón del Giro en la segunda etapa. CLAUDIO PERI (EFE)

Nada se parece al Giro de Italia. Es una vieja demostración de amor. Cualquiera puede ver el Tour; es verano, hace calor, y la vida está de vacaciones. Qué importa si no te apasiona el ciclismo. El Tour es más que eso. En cambio, el Giro sólo es eso: ciclismo, con unos leves añadidos. Necesitas quererlo tal como es para acercarte a él durante tres semanas, en las que la primavera hunde sus raíces en lo más duro del invierno. Su belleza tiene que ver con su inclemencia, con el frío de las cumbres, la lluvia, el dolor, la nieve, incluso los días soleados. Es una carrera orgullosa de su crudeza. Esto es ciclismo, esto es el Giro, esto es Italia. Nunca un aficionado a esta carrera dirá “qué pena, hay niebla”, o “qué horror, hace frío”. El esplendor está en todas partes, también en la aspereza.

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Rara vez se corre el Giro por desamor, o para olvidar, o por cumplir con un exotismo. Existen mejores destinos para consumar esos propósitos. Los italianos lo tienen fácil: lo aman desde los días que Bartali y Coppi se volvieron leyendas en sus cumbres, y aliviaron la postguerra. Para todos ellos el Giro es un monumento, como el Panteón de Agripa, Cinema Paradiso o El Gatopardo. En cambio, un extranjero necesita estar sediento de gloria para presentarse a la salida, y alimentar cierta obstinación por vivir aventuras imprevisibles, a desmano, en las que flirtear con el abismo. Tal vez no ame el Giro, pero le atrae lo que implica. Quiere correr porque no será divertido, y a veces eso en ciclismo es divertidísimo.

A medida que avanza de una punta a otra del país, como si fuese un hachazo que penetra en el hielo, y se demora en el norte, el Giro se vuelve una expedición arriesgada, llena de encerronas. A los participantes les conviene llevar documentación, como en aquel poema de Sam Shepard en el que confesaba que su tía le decía que nunca saliera de casa sin la cartera, por si lo mataban y había que identifica el cadáver. El milagro no es acabar cada etapa, que también, sino empezar otra. Debe de ser agradable descubrir a la mañana siguiente que no estás muerto. Te pones tan contento, supongo, que te animas a correr un día más, y así sucesivamente.

No importa si el ciclismo ya no es lo que era, incluso si no lo fue nunca; no importa –más o menos– si los intereses comerciales lo contaminan todo: la palabra Giro todavía produce un efecto electrizante. Acumuló demasiada leyenda en estas décadas como para creer que un día ya no significará algo indescifrable, oscuro objeto de deseo. Basta ver su palmarés para advertir que los grandes corredores ganaban el Tour, y los campeonísimos, el Tour y el Giro. Incluso en las ediciones en las que sólo era un asunto entre italianos –Gimondi contra Bertoglio, Saronni contra Moser, Chioccioli contra Bugno– nos sentíamos todos ligeramente concernidos, a semejanza de los entierros en los que nadie nos da vela, y nos metemos a opinar como si fuésemos el muerto.

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