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Federer y la metafísica del tenis

Se publica en España un ensayo de Foster Wallace que analiza la inmaterialidad del suizo frente a la rocosidad e Nadal

Federer en Roma, el mes pasado.
Federer en Roma, el mes pasado. CLAUDIO ONORATI (EFE)

David Foster Wallace (1962-2008) estuvo a punto de iniciar la carrera profesional de tenista. Hubiera sido una desgracia para la literatura. Porque nunca habría escrito La broma infinita, un laberinto inclasificable de 1.000 páginas cuya influencia en la literatura contemporánea ha sobrepasado los tópicos lastimeros que acechan al escritor maldito y suicida. Evoca la obra de Foster Wallace un mundo enfermo, violento y desorientado, todo lo contrario del orden estético y reglamentado que delinean la superficie de una pista de tenis. Allí asistió el escritor a los momentos Federer, destellos del arte en movimiento que pueden leerse ahora en castellano gracias a la iniciativa de Random House, valiéndose de un título premeditadamente trascendental: El tenis como experiencia religiosa.

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Adquirió David Foster Wallace, descreído, escéptico, la noción metafísica en su iniciación como espectador de Wimbledon. Una final entre Nadal y Federer (2006) que tiene plena actualidad una década después —ambos tenistas permanecen en activo al paso de Roland Garros— y que proponía un antagonismo perfecto. El sur de Europa contra el norte, el zurdo contra el diestro, el espartano contra el ateniense, “la virilidad apasionada contra el arte intrincado”, Dionisos contra Apolo en la hierba del templo londinense, incluso el “cuchillo del carnicero contra el escalpelo del cirujano”.

Y toma partido Foster Wallace. Se profesa prosélito de la ligereza de Federer como desengaño de su propia ebriedad y de sus hábitos destructivos. El tenis era para el escritor californiano un rectángulo en el que Federer sobrepasaba las restricciones del cuerpo y las leyes de la física. Igual que Jordan y a semejanza de Alí, el tenista suizo lograba hacerse luz y refleja su exquisita inmaterialidad, gracias también al contraste rocoso, terrenal, que proporcionaba la antítesis de Nadal en su musculatura de Hércules y en sus recelos mediterráneos: “Su forma de echar vistazos cautelosos de lado a lado mientras recorre la línea de fondo, parecen convertirlo en un presidiario esperando a que lo ataquen con un cuchillo de fabricación casera”.

Es un pasaje inequívoco de la literatura corpulenta de Foster Wallace, pero también un recurso que le permite recrear desde la antítesis el fenómeno evanescente de Federer. Sostiene DFW que televisar sus partidos es una manera de despojarlos del misterio y de la liturgia. Y de convertir al espectador en esclavo de la subjetividad del realizador. Nada grave cuando comparecen en el campo los estajanovistas de la raqueta, pero una castración traumática en el caso de Federer, precisamente porque la adulteraba la idea de San Agustín sobre la belleza dinámica. Y que Foster Wallace observaba con la fascinación de un monaguillo:

“La belleza humana de la que hablamos aquí es de un tipo muy concreto; se puede hablar de belleza cinética. Su poder y su atractivo son universales. No tiene nada que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver en realidad es con la reconcilación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”, escribe Foster Wallace aludiendo al prodigio con que Federer se desarrolla en la pista como el agua lo hace el agua.

¿Exageración? ¿Literatura devocionaria? Todas las suspicacias que puedan despertar la prosa de Foster Wallace en la deificación de Federer tendrían cierto sentido si no fuera porque El tenis como experiencia religiosa también aloja otras explicaciones técnicas, tácticas y hasta conceptuales.

La más interesante concierne a la audacia con que Federer, un epígono de Fred Astaire en el tip tap del circuito, ha sobrevivido tantos años como líder entre los gigantes musculados y los golpeadores más feroces.

No ya transformando en poesía los códigos de la guerra, sino demostrando una capacidad asombrosa para adelantarse a los movimientos del rival, predecir la solución de las jugadas, descubrir alternativas inimaginables. Y hacerlo todo a una velocidad mental —y física— que sólo puede apreciarse en la implicación directa del partido, como le ocurrió a Foster Wallace en la epifanía de Wimbledon. Y como le sucedió al tenista sueco Jonas Björkman, cuya derrota en las rondas preliminares del torneo británico alcanzó un consuelo memorable: “He tenido el mejor asiento de la pista para ver cómo el suizo jugaba más cerca de la perfección que se puede jugar al tenis”.

Se convirtió DFW a Federer en Wimbledon. Y recordó después que el conductor de autobuses que lo transportó hasta la pista no estaba incurriendo en tópico alguno cuando le previno de la aparición: “una puñetera experiencia casi religiosa”.

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