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A la espalda de Kluge, los sprinters se miran, perplejos

El gigantesco treintañero alemán sorprende a los más rápidos en el regreso al valle y la llanura

Carlos Arribas
Kruijswijk, de rosa, entre cuatro gregarios de su equipo.
Kruijswijk, de rosa, entre cuatro gregarios de su equipo.CLAUDIO PERI (EFE)

Entre Bérgamo y Milán, nada más pasar Villa Giovanna, la casa de Jacinto Facchetti, y fábrica de las Bianchi azul cielo celeste de Coppi y de Kruijswijk, en la volata inevitable en la recta en ángulo recto de Cassano d’Adda que separa el barrio del futbolista, Mazzola padre, Valentino, el que murió con el Torino en Superga, del distrito del ciclista del pueblo, el Gianni Motta que peleó con Julio Jiménez y Anquetil el Giro de hace 50 años, y ganó, no se impuso un sprinter porque ya los dos alemanes que se ríen de los colegas italianos, Kittel y Greipel, se han retirado. Ganó un prologuista, o un finiseur, que dicen los franceses, alemán por supuesto, que se lanzó imparable y se desgajó del grupo tirado, y lo miraban perplejos e inmóviles los volatistas italianos, Nizzolo y compañía, incapaces de entender nada. Se llama Roger Kluge el ganador, tiene 30 años, es más que grande gigantesco y pesado, todo un motor, y corre para el equipo suizo IAM, que justo luce su maillot ante el mundo cuando acaba de anunciar que deja de existir a final de temporada y ya los más ingeniosos empiezan a llamarlo IWAS.

En la llanura padana no esperaba al Giro para envolverle la niebla de Paolo Conte, turbia como un vaso de agua con unas gotas de anís y la música nostálgica de un acordeón, sino un sol y un calor de verano y música chirriante de altavoces agudos que aceleraron al pelotón con ganas de invadirlo a toda velocidad, sus rectas aburridas y tan plácidas, después de lanzar una última mirada nostálgica a las montañas altas de los últimos días, tarjetas postales, desde los ventanales de sus hoteles a la hora del desayuno, y en la carrera miraban todos curiosos a Jasha Sütterlin, el alemán de piel tan blanca y se preguntaban por qué ni se quema ni se broncea, y también las piernas de Vincenzo Nibali, que duda.

Hay ciclistas de piedra como el líder Kruijswijk, con su cruz y su penitencia en su apellido, el Distrito de la Cruz, adobado de jotas y kas, que hablan con tono de voz de GPS computerizada, tan inhumana e inalterable pase lo que pase que al conductor le extraña que no pierda la calma aunque diga por quinta vez en la misma rotonda toma la segunda salida, y no añada, exasperada, ¡y no te vuelvas a equivocar! Al holandés pelirrojo, que habla así día tras día aunque Turín y el final en rosa se acerque, los demás le quieren tanto que le dan la mano y la enhorabuena antes de la salida y le dicen que esperan que gane. Y él sonríe.

Nibali pone voz de niño mimado, humanamente infantil, y como un niño, en esos términos simples, orgullo, humillación, también habla de que en los Dolomitas, en su impotencia, sintió humillado su orgullo de escalador. Tiene el siciliano el alma inquieta de Caravaggio (también en la llanura vecina a Milán está ese pueblo y estuvo ese pintor, luminoso por las mañanas, sombrío al atardecer a la espera del resultado de unos análisis que justifiquen quizás su retirada a su pesar. No entiende a Valverde Nibali, ganador de un Tour, un Giro, una Vuelta, no entiende cómo el murciano simplemente siempre cura su orgullo el día siguiente de sus patinazos, y olvida.

Silencioso en la pianura, desbordado, Chaves quizás sienta la añoranza de su música, de su salsa, y la llamada de sus montañas, a las que volverá, con todos, el viernes.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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