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Final Champions League
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El final del principio

Simeone, en San Siro
Simeone, en San SiroAlejandro Ruesga

Imagina uno la estupefacción de las autoridades eclesiásticas delante del espectáculo pagano concebido en las puertas del Duomo. Hacen cola los vecinos y los turistas para tocar la Champions como si fuera el becerro de oro. Y custodia la copa, el tótem, una cúpula con forma de balón que exagera más todavía el contraste devocionario.

Hay militares provistos de armamento pesado. Reventas al acecho de las víctimas. Y un escenario de rockodromo donde Gaizka Mendieta amenaza con pinchar música para amenizar las horas previas a la gran peregrinación de San Siro. Un santo cuya saliva revivía a los mirlos muertos y cuya memoria permanece vinculada no a una iglesia sino a un estadio que fue siempre propicio a la religión animista de Simeone.

Los aficionados interistas conservan un recuerdo hiperbólico de sus proezas. Interpretan que el Cholo ha regresado a San Siro para ganar la Champions y convertirse en el hijo pródigo. Antes o después, Simeone regresará como entrenador de Inter, haciéndose pesar los argumentos sentimentales, la adhesión cultural al calcio.

El título representa para Simeone y el Atleti el símbolo de la transición a un nuevo campo y una nueva época

Es un relato plausible, pero cualquier hipótesis de traslado se observa aún prematura. Especialmente si Diego Simeone conquista la Champions y la trae hasta Madrid como argumento sagrado de transición del Manzanares a la Peineta.

El trauma que implica marcharse del templo, desarraigar los sentimientos y las costumbres, convertirse en equipo visitante aun jugando en casa, puede sobrellevarse con más entusiasmo si la Copa de Europa adquiere un valor totémico en las manos de Simeone. Y si el trofeo de San Siro se convierte en símbolo de una edad inaugural.

Ha construido Simeone el gran relato. Ha devuelto al Atleti su memoria de equipo ganador. Ha logrado espantar el fantasma de Schwarzenbeck. Que se parecía al de Canterville en esa melancolía tan ensimismada del Pupas. Ha obrado un cambio de mentalidad. En los jugadores, en los aficionados. Y ha terminado por convertir el Atlético en una prolongación personal, no sólo por las cuestiones balompédicas -rigor táctico, presión, juego colectivo-, sino por todas las razones extrafutbolísticas que permiten al equipo haber opuesto al desgarro de Lisboa el remedio de una final idéntica.

Es un terreno abstracto el de la psicología, el de la tensión, el de la magia, el de la superstición, pero se antoja indisociable de esta religión cholista en que se ha convertido el Atleti, más o menos como si Calderón no fuera tanto el apellido de un presidente ilustre como la hipérbole de un caldero mágico.

Simeone es el Atlético de Madrid. Y viceversa. Una relación de dependencia virtuosa y también peligrosa, toda vez que los aficionados rojiblancos perderíamos la guía y el camino cuando el mister decida marcharse. Para evitarlo, no existe mejor argumento que traer la Champions a Madrid. Y arraigar el título como el final del principio.

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