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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Prórroga o amor

El partido de tu vida te aguarda en el recoveco más inesperado de la Eurocopa, a la vuelta del calendario

Smicer, en la Eurocopa de 1996.
Smicer, en la Eurocopa de 1996.P. JOSEK (REUTERS)

Tengo un amigo que nació el mismo día que Alemania y Holanda disputaban la final del Mundial de 1974. Estaba todo listo para el espectáculo en el Olímpico de Múnich cuando, según cuenta él, su madre rompió aguas. Al ingresar en la clínica, el médico, ante la amenaza de perderse el partido, hizo todo lo médicamente posible por acelerar el parto. Felizmente, todo salió bien y, cuando Neeskens marcó de penalti en el minuto dos, mi amigo estaba ya en este mundo y el doctor delante de la tele.

Contada hoy puede sorprender la conducta de aquel médico, pero resulta comprensible: nadie quiere perderse una gran final. Sobre todo si la juega tu equipo y tú formas parte de la convocatoria, como era el caso de Vladimir Smicer en la Eurocopa de 1996, disputada en Inglaterra. El futbolista checo estuvo a punto de no jugar el desenlace del campeonato por culpa de uno de esos compromisos a los que uno está obligado a asistir por más que le incomode: su propia boda. Demostrando una confianza ciega en las opciones de su selección, Smicer había fechado el enlace para dos días antes de la final, con tan mala fortuna que los checos fueron pasando rondas y se colaron en ella. Por suerte, el seleccionador, benevolente con el amor, le permitió realizar un viaje relámpago de ida y vuelta a la República Checa para desposarse. Lástima que Bierhoff empañara con su gol de oro la luna de miel.

Para el aficionado, no obstante, lo de menos en este tipo de torneos es la final. El verdadero entusiasta del fútbol sabe que el flechazo puede aparecer en un Rumanía-Suiza cualquiera de la primera fase. El partido de tu vida te aguarda en el recoveco más inesperado de la Eurocopa, emboscado a la vuelta del calendario. Por lo que pueda pasar, conviene no perderse ni uno, como en aquellas noches de juventud en las que, sin mucho entusiasmo, aguantabas de farra por si de pronto surgía la chispa que convertía una velada insípida en una noche inolvidable que recordar toda la vida.

Un viernes de 2008 había quedado con mi novia de entonces para cenar. Aquella noche Turquía y Croacia se disputaban en Viena un puesto en las semifinales de la Eurocopa. Fruto de una ardua negociación, conseguí retrasar la cita hasta la hora de conclusión del partido. Ocurrió que, cumplido el minuto noventa, el marcador seguía 0-0 y me vi ante el mayor dilema de mi vida: prórroga o amor.

Aquel partido tuvo el desenlace más delirante de la historia reciente del fútbol, con permiso de Sheringham y Solskjaer. Con el tiempo suplementario casi extinguido, Croacia y Turquía se lanzaron al vacío, marcando sendos goles consecutivos en un minuto de locura. En la banda, el seleccionador croata pasaba del éxtasis al desconsuelo en un abrir y cerrar de ojos. Ganó Turquía en la tanda de penaltis, pero de todo eso yo me enteré al día siguiente.

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