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DAMAS Y CABELEIRAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La medalla que lo cambió todo

Consecuencias de la plata conseguida por el equipo nacional de waterpolo en Barcelona 92

Rafa Cabeleira
Muguruza durante su partido con Puig, cuando fue eliminada de Río 2016.
Muguruza durante su partido con Puig, cuando fue eliminada de Río 2016.V. Ghirda (AP)

Quizás las cosas no sucedieron tal y como yo las recuerdo, en realidad es más que probable que sucediesen de un modo muy diferente, justo al revés, pero siempre he tenido la sensación de que el deporte español cambió gracias a aquella medalla. Hablo de la plata conseguida por el equipo nacional de waterpolo en los Juegos de Barcelona 92, aquella plata peleada ante Italia hasta el último segundo de la tercera prórroga, aquella plata que nos abofeteó con una imagen que jamás habíamos visto en el deporte español: la tristeza infinita por ganar una medalla, la frustración por haber hecho historia.

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Los del verano del 92 fueron días de calor, fiesta y abrazos en los bares, en las casas, incluso frente a los escaparates de las tiendas de televisores ante los que perfectos desconocidos se detenían para ver el desenlace de una prueba y terminaban formando una piña besucona como si hubiesen hecho la mili juntos. Nadie esperaba gran cosa de los juegos, si acaso que las ceremonias de apertura y clausura nos quedasen coquetas y que no se cayese ninguna de las nuevas infraestructuras levantadas para la ocasión. Más allá de eso, la mayoría nos conformábamos con las clásicas medallas en vela y alguna que otra sorpresa agradable como aquella plata del baloncesto en Los Ángeles o el bronce de Sergi López en Seúl.

Y entonces comenzó la apoteosis. Dos días después de la inauguración comenzaron a llover medallas: la siempre fiable vela, el ciclismo en pista, la marcha, el yudo, la natación, el fútbol, el hockey sobre hierba… De repente parecíamos rusos o americanos, alguno incluso se despertó una mañana preguntándose si se había instaurado la Tercera República o algo por el estilo pues no parecía posible tanto éxito deportivo dentro de una monarquía parlamentaria y mucho menos bajo el yugo de la dictadura, al menos no en España. Ganábamos incluso en modalidades tan exóticas como el tiro con arco y todavía hoy recuerdo a mi abuela viendo la televisión y poniendo mala cara mientras escamaba unas sardinas, diciendo que uno de los arqueros tenía pinta de drogadicto y que tenía que serlo para dedicarse a un deporte semejante, si es que a aquel disparate se le podía llamar deporte.

Por eso nos llamó tanto la atención la dramática reacción de la selección de waterpolo. Por eso nos quedamos de piedra ante sus lágrimas en el podio, mientras les colgaban las medallas del cuello, con las caras descompuestas como si acabasen de matar a Manolete y a Paquirri de una sola cornada. Por eso muy pocos entendieron la amargura de unos héroes que volvían a casa desolados, a enfrentarse con el vacío del deportista derrotado mientras el resto del país celebraba una nueva muesca en el medallero. Aquel día nos lo empezamos a creer de verdad, quizás demasiado, y por eso ahora estamos dispuestos a tildar de fracasados a Garbiñe Muguruza, Fátima Gálvez o Ray Zapata, porque gracias a la ambición desmedida de aquel equipo nos hemos convertido todos en unos auténticos gilipollas.

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