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Froome resiste los ataques de Quintana y Gesink gana en el Aubisque

Los corredores se han enfrentado a una de las etapas más exigentes de la Vuelta

El pelotón durante la decimocuarta etapa de la Vuelta Ciclista a España 2016.
El pelotón durante la decimocuarta etapa de la Vuelta Ciclista a España 2016.JAVIER LIZÓN (EFE)

Cuando el ciclismo se mete en la máquina del tiempo, sale con cara de niño recién lavada. Da gusto verle. Las arrugas del tiempo parecen soles, son muecas, gestos, sonrisas y rastro de lágrimas, mandíbulas apretadas, ganas de ganar, o sea, ganas de sufrir. Y surge ese ciclismo que combina muchas carreras en una, muchas batallas en una, muchas victorias en una. Un ciclismo sin derrotas ni derrotados, por más que Alejandro Valverde, por ejemplo, se quedase cortado, o que Nairo Quintana no consiguiese despegar a Chris Froome o que Alberto Contador volviera a ceder unos segundos, casi intrascendentes.

Los que llegaron, cuando llegasen, como un rosario rodando por una cuesta, habían ganado, metidos en la máquina del tiempo, allí donde reluce el ciclismo en un aparente desorden perfectamente organizado. Pero alguien llegó el primero: Robert Gesink, la promesa incumplida del ciclismo holandés, candidato a tantas causas perdidas, accidentes incluidos, que hasta hoy no había ganado ninguna etapa en una gran Vuelta. Y eligió la mejor de la ronda española, la reina, la emperatriz de la carrera, con cuatro puertos como cuatro soles, el primero de asfalto rugoso y al borde de un continuo precipicio; los otros tres, viejos conocidos del Tour, o sea, largos, o sea, duros. Inacabables.

Fue una carrera de locos muy cuerdos, de estrategia auténtica, no falsaria, de escapados reales y escondidos. Un cruce de caminos entre los que miraban hacia adelante y los que miraban hacia atrás, cabezas de puente con los jefes que llegaban a lo lejos. La primera escapada fue más una partición del pelotón, porque así debe llamarse a un grupo de 41 tipos que se lanza hacia el abismo. Solo era un principio, algo así como el precalentamiento de una jornada épica.

Y tratándose de épica, nunca puede faltar el Orica, el equipo de las gestas más que de los gestos. Tenía a tres corredores por delante y al mismo tiempo tiraba del pelotón por detrás. Cosa de locos... Pero nada de eso. Cuando Yates soltó al pelotón en las primera rampas de Marie Blanque fue como destapar la caja del regalo. El británico salió imperial, con la boca abierta dispuesta a tragarse al sinfín de corredores que le precedían Y así fue llegando hasta los suyos, hasta Gerrans, Nielsen, Keukeleire. Los cuatro no echaron un mus, formaron su particular pelotón en un duelo con el Sky, que ahora si tiraba del pelotón, porque Yates no es un don nadie. Y el Movistar también se puso al tajo.

La novela de aventuras ya tenía protagonista. Más aún cuando Simon Yates dejó a sus compañeros, ya extenuados, se fue a su ritmo en busca de alejar al pelotón lo más posible y, por qué no, de la victoria de etapa. Por delante el rosario iba perdiendo cuentas que Yates se tragaba como un niño come gominolas. Por detrás, los reyes esperaban sentados en sus tronos.

El riesgo y la aventura

Si Yates hubiera llegado le corresponderían todos los maillots y todos los premios. Le faltó poco, algún kilómetro más de ascensión para encontrar su hornacina particular en la historia del ciclismo. No llegó a tiempo, pero dio igual. Lo que habían hecho él y su equipo vale más que una victoria. Habían rescatado al ciclismo de los viejos tiempos otorgándole el viento de la modernidad: ciclismo colectivo y ciclismo individual, el de siempre, el del riesgo, el de la aventura, el de aquí estoy yo porque he venido y porque me voy.

No fue el único, pero sí el más grandioso. Todos fueron en cierto modo únicos, aunque uno, Gesink, se llevó la gloria. El holandés dejó atrás en el esprint final a Silin y a Elissonde, que con su pequeña estatura parecía un niño queriéndose colar entre las piernas de sus larguiruchos compañeros. No le dejaron, aunque fue segundo tras el holandés.

Quedaba la guerra por los minutos, por los segundos, entre los dos generales: Quintana y Froome. No hubo armisticio, porque el colombiano lo intentó cuatro veces y a las cuatro le sacó el sable el británico. Todo fue en los últimos cinco kilómetros de ascensión. Sí, Nairo lo intentó, pero eran ataques cortos a los que Froome respondía sin tartamudear. Faltó el ataque largo, o quizás faltaron las fuerzas. Así que la renta que Nairo quiere acumular antes de la contrarreloj no resulta productiva. En el Aubisque se le escapó la mejor oportunidad, pero sigue siendo líder y eso siempre da derecho a soñar. Incluso a soñar con el viejo ciclismo, el de un muchacho llamado Simon Yates: con cara de niño, recién lavada. Como un sol.

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