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DAMAS Y CABELEIRAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelonismo

No solo importa ganar, nunca importó

Rafa Cabeleira
Gundogan marca el tercer para el City ante el Barcelona.
Gundogan marca el tercer para el City ante el Barcelona.J. Cairnduff (REUTERS)

Como el Barça ganaba tan poco y se respiraba cierta esperanza en que la democracia no duraría, lo cierto es que tardé muchos años en reconocer a todos los vecinos del pueblo con simpatías hacia el mismo club al que yo juraba lealtad en la clandestinidad de mi habitación, agarrado a un pingüino de peluche al que llamaba Migueli y que ejercía como faro, confidente y único testigo de mi atrevimiento. Fueron días de pequeñas alegrías y enormes disgustos que, por esas cosas del amor infantil, me dejaban sin cenar más veces de las que recomendaría cualquier pediatra y terminaron por convertirme en la clase de nieto que las abuelas repudian en público, sin necesidad de dar explicaciones: flaco, desgarbado y con unas ojeras que comenzaron a granjearme fama de drogadicto al poco de que se me cayeran los dientes de leche.

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Declararse culé en aquellos tiempos no estaba bien visto en Campelo y todavía recuerdo el día en que mi abuelo echó del bar a su propio cuñado, el tío José, por cantar un gol de Calderé con demasiado entusiasmo. Al día siguiente, en misa de ocho, el padre Loureiro alabó públicamente su rectitud y tachó al tío José de comunista y agitador, con lo que a mí se me quitaron las ganas de publicitar mis verdaderos sentimientos hasta después de recibir la sagrada comunión, por si acaso. Tampoco es que la espera restara dramatismo al momento de la confesión y el día que me declaré culé a mi primo Marcos, en la intimidad de un recreo, me rompió un diente de una patada y no volvió a dirigirme la palabra hasta que decidió casarse y apareció por casa repartiendo invitaciones, muchos años después.

Con el asentamiento de las libertades individuales y la llegada de Cruyff descubrí que había más culés entre mis vecinos de los que jamás había imaginado, casi una docena, y con el paso del tiempo parece haberse invertido aquella tendencia asfixiante y uniformadora, especialmente entre las nuevas generaciones que ya se pasean por las calles enfundados en zamarras con los colores del club sin temor alguno a represalias, ni siquiera al qué dirán. Sin embargo, y aunque resulte duro decirlo, el de hoy se me antoja un barcelonismo obsceno e inmaduro que se asemeja demasiado al madridismo interesado que algunos rechazamos durante la infancia por una simple cuestión de principios: no solo importa ganar, nunca importó.

El pasado martes, en un acto de traición innegable y por una cuestión de afectos enfrentados que me llevaría meses explicar, decidí ponerme del lado del Manchester City y celebré los goles de los ingleses como si mi familia fuese la propietaria de La Hacienda y no del Otilio. El gesto me costó el desprecio de los habituales compañeros de barra y partido, que al desplegarse el cartelón con los minutos de descuento, empezaron a desfilar malhumorados y sin despedirse, confirmando así mi sospecha sobre la ligereza de sus sentimientos más allá del éxito. Y es que mientras todos arrojaban la toalla, yo me comía las uñas convencido de que el Barça remontaría: si eso no es barcelonismo, yo ya no sé.

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