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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Estadio Luis Aragonés

Hace tiempo que el fútbol sacrificó las señas de identidad a los deseos de los patrocinadores y la recaudación

Juan Tallón
Enrique Cerezo, en la presentación del Wanda Metropolitano.
Enrique Cerezo, en la presentación del Wanda Metropolitano. PIERRE-PHILIPPE MARCOU (AFP)

Los nombres no importan demasiado. A menudo son algo que se impone. Casi nadie decide cómo se llama. Te llaman, y se acabó. Si tienes suerte, te buscas un apodo o un nombre artístico, y un día te conocen por Colette, Camarón de la Isla, El Pelusa, Marilyn Monroe o El Sopas. Son nombres, nada más. Lawrence de Arabia tuvo siete motocicletas y a todas las llamó George. Con George VII sufrió un accidente y se mató. Y qué me dicen de D. H. Lawrence y su novela El amante de Lady Chatterley, en la que Constance y Mellors ponen nombre –Lady Jane y John Thomas– a sus genitales. Nombres, nombres, solo nombres. Mi perra se llama Gilda, y los perros de mis padres Trotski y Helmut Kohl. Y aún antes otro se llamó Pelé. ¿Por qué, entonces, el nuevo estadio del Atlético de Madrid no se va a llamar Wanda Metropolitano?

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Hace tiempo que el fútbol sacrificó las señas de identidad a los deseos de los patrocinadores y la recaudación. Posee sentido. ¿Qué es lo mejor pagado siempre? Lo más querido. Bajo esta lógica, las aficiones se volvieron clientela, las camisetas artículos, los estadios platós de televisión. Si el club no sabe detenerse a tiempo, se permite también que se toquetee el escudo, como si fuese un logo, quizá el himno, y quién sabe si un día el nombre del propio club. Nos dirán que son los tiempos. Nos dirán que ya lo han hecho otros equipos. Nos dirán, en fin, que si queremos ser campeones de Europa tenemos que modernizarnos y hacer avanzar la marca. ¿O un equipo de fútbol centenario, lleno de mitos, es algo distinto a una hamburguesa con queso, un perfume o un automóvil?

Hay que asumir que el fútbol, como un día lo conocimos, se fue a la mierda. De hecho, todo lo viejo y bello se fue a la mierda. La nostalgia exige esos sacrificios. Me temo que no queda nada de la vieja escuela en ningún orden, salvo quizá algunos zapateros, algún que otro sastre y relojero, y uno o dos periodistas remisos a saber cómo se enciende un ordenador. ¿Significa eso que hay que tragar con un nombre como Wanda Metropolitano, tan insignificante, tan anodino, tan nada? No. Ya sé que el Atlético está en manos de los Gil, y dicho esto, nos ahorramos decir cosas horribles, pero…

Les contaré una historia familiar. Mi tío se llama Silverio, pero todo el mundo le dice Pepe. Después de no sé cuántos hijos, mi abuelo pretendió que uno se llamase como él, y lo inscribió en el registro con su mismo nombre, a hurtadillas. Cuando mi abuela se enteró, a los pocos días, juró que tal vez el nombre de su hijo fuese Silverio, pues lo decían unos papeles, pero todos le llamarían Pepe. Y así fue. Nadie le llama Silverio. Ni sus hijas. Es Pepe, y se acabó. El registro civil nada pudo contra la tozudez de aquella mujer. Imagen que después de que unos gerifaltes bauticen al estadio como Wanda Metropolitano, los aficionados decidiésemos llamarle Luis Aragonés, como el mito por antonomasia del Atlético. ¿Quién se saldría con la suya? Propongo hacer la prueba.

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