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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todo por un derbi

Ganar al equipo de tu misma ciudad equivale a una de esas victorias míseras que lo son todo

Juan Tallón
Los jugadores del Barça celebran el gol de Suárez.
Los jugadores del Barça celebran el gol de Suárez. JOSEP LAGO (AFP)

Entre vecinos, la envidia es sanísima. Proporciona otra suavidad a los días. Te hace sentir joven y podrido. Por eso nos gustan tanto los derbis. Si los Barça-Español, Betis-Sevilla o Atlético-Madrid vibran de un modo casi irracional es porque existe entre los contendientes un odio cotidiano, acogedor, que caliente al estilo de la chimenea; como para prescindir de él. Son partidos que valen tres puntos, como los demás, pero en qué cabeza entra que sólo valgan eso. Un derbi es algo importantísimo, sin demasiada importancia. Si el fútbol ha sobrevivido hasta aquí, pese a la que ha caído, es porque concede justamente importancia a cosas que carecen de ella. Algo bueno debía de tener la envidia. Bill Shankly, que no sólo guió al Liverpool FC a sus mayores éxitos, sino que convirtió el odio al Everton en una motivación, acostumbraba a decir que en su ciudad sólo había dos equipos: el Liverpool y los suplentes del Liverpool. El Everton le merecía tal desdén que si jugase en el jardín de su casa, decía, correría las cortinas para no verlo.

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Manuel Rivas cuenta la historia de un señor que envidia a su vecino en silencio. Cree que todo lo suyo era mejor. Entonces pacta con el diablo y su suerte cambia. Al vecino le pasa por encima un camión y lo manda al hospital. Tras la convalecencia, el día que regresa a casa el hombre resentido lo vigila desde la ventana, por si acaso. Este ya no tiene nada que envidiarle, y sin embargo, al verlo salir del coche, deja escapar un lamento: “Qué bien cojea este cabrón”.

Un vecino es alguien dispuesto a recordarte que te ganó en una ocasión, aunque no haya vuelto a hacer nada relevante desde ese día. Cuando vive puerta con puerta, la rivalidad se encarniza. No descansa jamás. Dos equipos vecinos pueden mantener las apariencias, pero por dentro siempre se envidian. Aunque no haya nada que envidiar. Estos irracionalismos los entiende cualquiera. No hay que explicarlos. Hace casi dos años me senté a tomar un café con un concejal de mi ciudad. Estaba en la oposición y hacía tan bien su trabajo, según él, que lo medios lo ignoraban. En ese instante abrió el periódico y vio una gran foto de Ana Botella, que consumía sus últimos días como alcaldesa. “Qué envidia, lo hizo todo mal. No querría saber cómo habría acabado si hubiese cosechado algún acierto”, dijo. Pensé para mí que sin envidia el mundo dejaría de hacer ruido y resultaría un tanto aburrido.

Ganar al equipo de tu misma ciudad equivale a una de esas victorias míseras que lo son todo. Su afición la forma gente con la que te ves a diario, con la que coincides en las clases de biología, en las reuniones de padres, con la que operas en un quirófano, con la que tienes un trato continuo, afable, a veces incluso con la que haces el amor. ¿Cómo no sentir envidia ante la idea de que alguien tan próximo salga bien parado? Quien tenga un hermano, y haya jugado contra él al parchís o al Scrabble, sabrá enseguida de qué hablo.

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