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La cara de la noticia

Zidane, el hombre tranquilo

De carismática timidez, pasa de ganarlo todo como futbolista a una carrera asombrosa como entrenador

Zidane.
Zidane.Costhanzo

Zinedine Yazid Zidane (Marsella, 1972) es un tipo con suerte, aunque la arbitrariedad de la fortuna se antoja un argumento demasiado precario cuando se trata de explicar su relación patológica con la victoria. No ya en los tiempos de futbolista sublime —campeón de todo—, sino en la asombrosa trayectoria de entrenador, contrariando a quienes identificaron su fichaje como una superstición de Florentino Pérez. Y una superstición prematura, pues Zizou recalaba como argumento providencial en plena crisis de identidad madridista sin otro bagaje que un papel de entrenador subalterno en el team de Carlo Ancelotti y un resultado frustrante con el equipo filial.

Casi un año después de la unción (4 de enero de 2016), a Zidane se le amontonan los títulos y los récords. Terminará el año sin haber conocido la derrota en 37 partidos consecutivos y dilatando el cronómetro hasta los límites que requiere la fe en la victoria. Sucedió en la Champions con la tanda de penaltis. Ocurrió en la Supercopa y en el reciente mundialito, resueltos ambos en la prórroga. Y asumiendo los rivales que Zidane ha embrujado el fútbol y ha proporcionado al banquillo la misma energía creativa, intimidatoria y competitiva que lo distinguió como jugador.

Ha madurado Zidane. Se ha despojado de las crisis coléricas con que pretendía resarcir la desmesura de los marcajes ajenos. Ninguno tan beligerante como el de Materazzi en el Mundial de 2006, que llevó al diez francés a incorporar a su dimensión mitológica la pulsión de una cornada. Se produjo un psicodrama en Francia. Se escribieron ensayos y obras de teatro al respecto. Se le reconoció y se le celebró su naturaleza dionisiaca.

No había proporción entre la afrenta y la reacción de aquella finalísima con Alemania, pero Zidane es una figura desproporcionada en su talento, en su carisma y en la defensa de su territorio. No digamos si llaman puta a su hermana —lo hizo Materazzi— o si le mientan a sus cuatro hijos y su esposa.

Lo aprendió de chaval a dentelladas en el rectángulo de cemento que delimita La Castellane, un barrio deprimido, marginal, de la banlieue marsellesa, donde se aprende a vivir y a morir al mismo tiempo. Y donde los padres de Zizou, originarios de la Cabilia argelina, inculcaron al muchacho —y a sus otros cuatro vástagos— los valores del respeto, de la lealtad, de la dignidad. Razones todas ellas que le impidieron, ya en el Madrid, firmar un contrato con una multinacional de supermercados. No podía hacerlo por la exclusiva adquirida con una modesta cadena marsellesa. No era una obligación contractual, sino moral, pues eran los economatos que fiaron a sus padres en los años de penurias.

Pudo regatearlas Zidane porque sus cualidades de prodigio precipitaron su fichaje en el Girondins de Burdeos (1992-1996) en transición hacia la Juventus (1996-2001). Allí fue donde conoció a Giovanni Agnelli y donde se identificó con el pudor que el patriarca italiano inculcaba a sus jugadores, empezando por exigirles que eludieran la tentación de la opulencia. Por eso acudían a entrenar en Fiat —la marca de la casa— y se predisponía una cierta identificación proletaria con los hinchas. Ellos tenían que ser modelos de conducta. Y modelo fue Zidane en la iconografía del francés perfecto: musulmán y laico, originario de Argelia y plenamente integrado, incluso expresión de la grandeur que trajo consigo la victoria del Mundial de Francia de 1998. La resolvió la cabeza de Zidane. En sentido literal. Porque marcó dos testarazos. Y en sentido intelectual. Porque la clarividencia de su juego demostraba que Zizou ya era entrenador antes siquiera de proponérselo.

Se explica así la fertilidad de su trayectoria en el banquillo del Madrid, aunque sorprende —puede que a él mismo— la capacidad adaptativa con que un hombre enfermizamente tímido puede desenvolverse de manera tan natural y en el banquillo del club más laureado y más escrutado del mundo.

Zidane era un jugador apasionante, como Morante cuando torea. Embriagador, excesivo, carismático. Nada que ver con la imagen pulquérrima de su experiencia de entrenador. Cordial, educado, sonriente, modesto. Zidane, mucho más que Pep Guardiola, parece un monje budista, no por la alopecia que lo acerca a la santidad, sino por la actitud contemplativa. Y porque esa misma pasividad creativa se confunde equivocadamente con la abulia. Zidane es una contrafigura de Mourinho en su modestia, bonhomía y contención. Y es un epígono de Vicente del Bosque en la estirpe de los entrenadores que prefieren la doctrina del soft power a la tiranía.

Se trata de merecer o de inculcar la autoridad, no de imponerla. Un matiz que precipitó el sacrificio prematuro de Rafael Benítez y que ha convertido a Zidane en una suerte de timonel armonizador entre los egos y los divos.

Siendo una estrella universal del fútbol, sabe cómo tratarlas. Y sabe que el fútbol es un juego. "Salid y divertíos", enseña Zidane a sus muchachos. Se lo inculca no ya por exagerar la noción lúdica del deporte rey, sino para canalizar la motivación desde conceptos abstractos: la fe, la confianza, la solidaridad, el esfuerzo, la creatividad, el talento. Todo cuanto aglutinó él mismo en los tiempos de futbolista. Y cuanto ha logrado extrapolar en sus tiempos de entrenador, emulando la paciencia de John Wayne en el papel de El hombre tranquilo. Y evocando la memorable escena en que Mary Cate Danaher (Maureen O'Hara) le propone a Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald) un whisky, con agua. "Ni hablar, cuando bebo whisky, bebo whisky, y cuando bebo agua, bebo agua". Es una alegoría de la coherencia y de la rectitud que Zidane ha sabido colocar en la inercia benefactora de la buena estrella y del mesianismo de aquella bolea contra el Leverkusen. Buscándola. Trabajándola, pero también recibiéndola por razones providenciales. Lo decía un compatriota suyo, Napoleón Bonaparte: "Prefiero un general con suerte a un gran estratega". Y puede que Zidane no sea un gran estratega, pero nunca jugó al fútbol con la pizarra y siempre fue un tipo con suerte, para desgracia de sus rivales.

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