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EL QUE APAGA LA LUZ
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Guardiola y los papistas

Cayó el City en la Champions y los devotos del técnico dijeron que la culpa fue de los jugadores. Pues claro que fue de ellos. Como lo fue en aquellos tiempos de triunfos

Guardiola, en el partido entre el City y el Mónaco.
Guardiola, en el partido entre el City y el Mónaco.VALERY HACHE (AFP)

Habiendo recibido noticias de que el individuo que calienta las bolas en los sorteos de la UEFA ha sido despedido de manera fulminante, despido sin duda procedente dado que llegó tarde a la que es su única tarea en la vida, la de conseguir mediante sencillos artificios calóricos que el kinder que se le adjudique al Real Madrid sea el del peor equipo de cuantos hay en liza, pasemos a hablar de cosas serias.

Y pocas cosas hay más serias que todo lo que atañe a Pep Guardiola, descubridor del fútbol moderno según sus más acreditados hagiógrafos, magnífico y condecorado entrenador según la panda de ateos de la que este opinador forma parte. El técnico ha vivido su particular (una más) semana de pasión. Pero nada mejor para ilustrar el tema que comenzar con una frase que deslizó hace poco Diego Pablo Simeone. Fue preguntado el entrenador del Atlético por su partido 100 de Liga en el Calderón y así respondió: “Nosotros, los entrenadores, tenemos un montón de ideas y no hay muchas diferencias entre un entrenador y otro. Hay pocas, matices, maneras de contagiar… Pero lo importante son los futbolistas”. Acabáramos. Lo importante son los futbolistas. Pero esto no cuadra con cuanto leímos y escuchamos cuando Guardiola apareció en Inglaterra para hacerse cargo del Manchester City. Llegó allí el técnico a evangelizar a aquellos bárbaros. Eso se decía, al menos, desde el guardiolismo más devoto, que tanto daño ha hecho y hace a Guardiola. Lo mismo dio que él mismo negara con insistencia su condición de catequista: “No he venido aquí a cambiar nada ni a enseñar nada”. Palabras. Los papistas no hicieron ni puñetero caso al Papa. Guardiola iba a poner del revés el fútbol británico. Y punto. El jeque que gobierna y paga en el City accedió a la mayoría de sus pretensiones y se dejó en la ventanilla de fichajes más que nadie en el mundo, 213 millones, amén de convertir al técnico en el mejor pagado del planeta. Poco a poco las cosas se torcieron en la Premier. Esto no era el Bayern, que en la pretemporada ya celebra el siguiente título de Liga. El City empezó a descolgarse, a acumular desastres, y los periodistas ingleses, pérfidos como son, comenzaron a cuestionar no a los jugadores sino a Guardiola. Este se defendió con alguna que otra mala cara, demostrando su condición humana. E insistió en que él no había acudido a las islas a cambiar nada. Dijo, incluso, que todavía tenía que aprender cómo era el fútbol inglés.

Quedaba, sin embargo, la Champions. Y en el horizonte apareció el Mónaco. “Nos matarán si no ganamos”, declaró el técnico. No ganaron. Entre el millón de formas de entender el fútbol, Guardiola ha elegido una. Con ella va a morir y eso le honra. Fue la que le encumbró en aquel inolvidable Barça repleto de extraordinarios jugadores y con uno de leyenda. En el City no tiene ni a esos extraordinarios jugadores ni al de leyenda, que sigue llevando el 10 en el Barça. Tras su eliminación en Europa nos despertamos con las brutales críticas de la prensa inglesa, “el plan de la derrota” llamaron al sistema de Guardiola, y con la inmediata respuesta de quienes a este lado del continente lavan, cosen y planchan el vestido del santo, a quien ya buscan un lugar de honor en el martirologio del fútbol mundial. La culpa, dijeron, fue de los jugadores. Pues claro que fue de los jugadores. Como lo fue en aquellos lejanos triunfos. Porque en el fútbol, y en el de Guardiola también, lo importante son los futbolistas, como sostiene el único técnico en el mundo capaz de arrebatar en los últimos tres años un título de los grandes al Madrid y al Barça. Simeone se llama.

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