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Reportaje:ALPINISMO | Testimonios de algunos supervivientes de jornadas trágicas en la gran cordillera

La cara maldita del Himalaya

El factor riesgo es igual que hace 30 años, pero el incremento de los accidentes es paralelo al de las expediciones, especialmente las comerciales

"Era al amanecer. Estábamos empezando a cocinar, todavía metidos en nuestros calientes sacos de dormir. Oímos un ruido y en cuestión de segundos se hizo la oscuridad. Una avalancha de nieve aplastó nuestra tienda. Busqué mi navaja en la mochila, tuve la suerte de encontrarla y rasgué el techo de la tienda para salir nadando en la nieve polvo; arrastré al sherpa Nigma para sacarlo de allí y, luego, entre los dos sacamos al otro. Pero Narayan Sherestra murió".

Juan Tomás, de 49 años, natural de Barcelona y residente en Pamplona, relata con serenidad aquél trágico suceso que vivió en septiembre de 1988, como miembro de la expedición española al Everest que intentó repetir la, hasta entonces, única ascensión por la sofisticada y técnica arista Oeste. Tomás tiene muchas historias de alpinismo para contar a su hijo Jon: sus genuinas conquistas al K2, la segunda cima del mundo (1994); o la tercera, el Kanchenchunga (1990) o el mismo Everest al que volvió para coronarlo sin oxígeno. Pero, sin duda, el relato que pone los pelos de punta es el de aquél día de septiembre de 1988. Juan estaba en el campo 3, a 7.350 metros de la arista Oeste, con dos sherpas cuando un alud aprisionó su habitáculo. "Aquél día salí por los pelos", exclama.

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El trágico suceso cambió los planes de la expedición española que tuvo que abandonar la arista Oeste y coronar el Everest por su ruta normal, la llamada autopista del sur del Nepal. "En ningún momento apareció el pánico. Fue un arranque de fuerza, de sangre fría. ¿Instinto de supervivencia? Quizás, sí. Salí de la tienda sin las botas puestas, con calcetines y sin guantes. Pude respirar, pero los sherpas se asfixiaban porque la nieve volvió a tapar la tienda", cuenta Tomás. "Escarbé en la nieve, toqué unos pies y tiré. Era Nigma, en estado de shock. Se recuperó y continuamos el rescate a cuatro manos. Escarbamos con nuestras manos desnudas hasta a encontrar a Sherestra inconsciente. Le hice el boca a boca, sin éxito".

Tomás y Nigma sufrieron congelaciones, pero consiguieron descender por sus propios pies al collado del Lhola, donde estaba ubicado el campo 1, a 6.000 metros de altura. Allá, el médico Antón Rañé les practicó las primeras curas. La expedición había terminado para Tomás y Nigma. Mientras, el grupo rescató el cuerpo sin vida de Sherestra al que enterraron al pie del Everest.

La muerte de Juan Ignacio Atxo Apellániz y las graves lesiones por congelación de Juan José San Sebastián, sorprendidos por una tormenta en el descenso de la cima del K2, en 1994, es otra, de las amargas experiencias del Himalaya. "Llegamos a la cumbre del K2 a las cuatro de la tarde del 4 de agosto", recuerda San Sebastián. "De repente, empezó a nevar. Debíamos bajar rápido. Pero la tormenta nos cogió como rehenes. Tardé seis días en llegar al campo base, pero Atxo se quedó por el camino. Murió por agotamiento, en una tienda, a mi lado".

San Sebastián, de 50 años, pagó aquella experiencia con la amputación de siete falanges de los dedos de las manos. Sin embargo, Juanjo explica que su momento maldito no fue en el Himalaya, sino tres años más tarde en el monte Cook, en Nueva Zelanda. "Una avalancha nos sepultó a mí y a Alberto Iñurrategui", recuerda. "A mí me pilló entero y a Alberto medio cuerpo. Fue Alberto quien me salvó de morir por asfixia".

Tras vivir personalmente aquella experiencia, San Sebastián diferencia las dos situaciones peligrosas en las que se puede encontrar el alpinista. "Una avalancha de nieve te sepulta y no hay posibilidad de moverse. Dependes de un rescate en un tiempo máximo de 15 a 20 minutos. En cambio, en una tormenta a 8.000 metros siempre tienes la oportunidad de moverte y luchar por seguir bajando. Luego todo dependerá de tu capacidad física y técnica".

El alpinismo, el himalayismo, no incluye la búsqueda de peligros, y menos aún jugar con la muerte. El alpinista conoce bien las condiciones que pueden presentarse en una ascensión: sol, tempestad, roca seca sobre la que se sostiene bien, roca helada sobre la que es fácil un resbalón, viento del norte que promete buen tiempo o viento del oeste que amenaza tormenta. Calor abrumador y, dos horas después, frío y hielo. Los alpinistas consideran que lo que convierte en inexpugnable a un ocho mil son esos factores cuando se acumulan en altura. Y también convienen que la avalancha de nieve es la peor maldición del montañero, como sucedió hace diez días en la zona del Annapurna cuando un alud de nieve sepultó a 18 personas, siete frenceses y 11 nepalíes. "El 95% de las muertes en el Himalaya suceden por errores de los alpinistas", reitera Reinhold Messner, la primera persona que logró completar las 14 cimas más altas.

La muerte de Sherestra en el Everest de 1988 pudo haberse evitado. "Fue un error instalar el campo 3, a 7.350 metros, en plena pendiente y a 20 metros por debajo de la arista", explica Lluís Giner, compañero de Tomás y alpinista que coronó aquel año la cima del mundo junto a Nil Bohigas, Jerónimo López y dos sherpas.

Giner sostiene que fue el jefe de los sherpas, Ang Rita, un ídolo en Nepal en aquella época por sus cinco ascensiones al Everest (ahora suma 10), quien decidió instalar el campo 3 en plena pendiente. "A mí no me gustó el lugar del campo cuando subí días antes del alud", asume Giner, actual director técnico de la Federación Española de Montañismo. Después de la tragedia, el grupo cambió la ubicación del campo por otro más seguro.

San Sebastián explica que la aparición de la informatización y de los teléfonos vía satélite han revolucionado el alpinismo del Himalaya. "Ahora, se puede prever la llegada del buen tiempo con días de antelación. Los partes metereológicos son muy precisos", apunta. "Me sorprendió, por ejemplo, que en 2002, Alberto Iñurrategui y el francés Cristophe Lafaille, salieron del campo base nevando hacia la cima del Annapurna. Sabían que en dos o tres días debían de estar en altura para atacar la parte final de la montaña sin nubes ni viento. En mí época, eso no pasaba. Sólo salíamos del base si el cielo estaba despejado".

Tomás y San Sebastián son dos supervivientes de la montaña. Vivieron el lado amargo del alpinismo, pero no abandonaron la pasión de escalar. Las estadísticas en los ocho mil dicen que un alpinista de cada treinta no regresa. Eso, sin contar a los porteadores y sherpas. "El factor riesgo sigue siendo el mismo que hace 30 años, pero el ritmo de las expediciones, especialmente las comerciales, ha aumentado y con ello el número de accidentes", coinciden en señalar la mayoría de los alpinistas.

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