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Reportaje:La violencia en el fútbol

Enfermos de odio

Serbia no ha superado el trauma de las guerras y la pérdida de Kosovo en 2008

Ramón Lobo

Ivan Bogdanov, supuesto cabecilla de Los Tigres de Arkan, tenía 15 años cuando finalizó en diciembre de 1995 la guerra de Bosnia-Herzegovina: más de 100.000 muertos, miles de mujeres violadas, dos millones de desplazados y refugiados y una sociedad desestructurada. Su grupo toma el nombre, el apodo y las maneras del jefe de una de las organizaciones paramilitares más sanguinarias de los Balcanes: los tigres de Zeljko Raznatovic, Arkan, un criminal serbio que actuó en las guerras de Croacia (1991) y Bosnia-Herzegovina (1992-1995). No fue juzgado por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), con sede en La Haya, porque una bala lo mató en enero de 2000, en la terraza del hotel Intercontinental de Belgrado. Aunque para un mafioso como él había una larga lista de candidatos a liquidarlo, siempre se dijo que el motivo de su eliminación fue un pacto con el TPIY.

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En Holanda están casi todos los criminales de guerra de los Balcanes. Los principales son Vojislav Seselj, otro jefe paramilitar, y Radovan Karadzic, líder político de los serbios de Bosnia. Falta el general Ratko Mladic, el hombre que dirigió el genocidio de Srebrenica y mantuvo el cerco de Sarajevo durante 44 meses (10.000 muertos).

Faltan también los arquitectos, los ideólogos de la limpieza étnica: el presidente serbio, Slobodan Milosevic, muerto en 2006 en su celda holandesa, aparentemente por causas naturales (hipertensión), cuando era juzgado, y el presidente croata Franjo Tudjman, muerto prematuramente de cáncer; es decir, antes de que la comunidad internacional le cambiara de bando, de la lista de los padres de la patria a la de los criminales de guerra, a la que sin duda pertenecía.

Lo ocurrido esta semana en Italia, como los graves incidentes del domingo en Belgrado contra la marcha del Orgullo Gay, son la expresión de un problema profundo que la sociedad serbia no ha podido o sabido resolver. No hubo catarsis ni reconocimiento de culpa. Milosevic inició cuatro guerras -Eslovenia, Croacia, Bosnia y Kosovo- y las perdió todas. Muerto el sátrapa no se acabó la rabia. Sigue vivo el victimismo y la idea de una conspiración internacional contra el pueblo serbio. En ese ambiente cargado en el que nadie abrió las ventanas para ventilar crecen fascistas como Bogdanov y los ultras del equipo del Estrella Roja, el favorito de Mladic. Hoy atacan un campo de fútbol en Italia, pero que en su sangre y en su cerebro anidan los mismos impulsos y las ideas que destruyeron Yugoslavia. Hay radicales en todos los países, pero no todos tienen un genocidio en su currículo, y disponen del segundo partido más votado (el Radical, antes de escindirse).

La UEFA podrá expulsar a la selección nacional de Serbia, pero el mal no desaparece. Serbia, y los Balcanes en general, se nutren de una mitología transmitida oralmente. Los mitos medievales sobre la nación serbia nacen en Kosovo, en la batalla perdida contra los turcos en 1389. La televisión y la propaganda en manos de un oportunista como Milosevic blandieron esos mitos mezclados con hechos contemporáneos (la II Guerra Mundial y el asesinato de cientos de miles de serbios a manos de los ustasha croatas) para conquistar el poder y permanecer en él a cualquier precio.

No ha habido un proceso de racionalización. Quince años después de la guerra de Bosnia, y dos de la pérdida de Kosovo, que se independizó en 2008, Serbia sigue atrancada en un laberinto del que no sabe salir.

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