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Tribuna
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La dimisión

Para la jerarquía de la Iglesia, la dimisión del Papa es un golpe que sorprende dolorosamente

A mediados del siglo XIV vivía en París Giannotto de Civigni, un comerciante en paños, hombre honrado a carta cabal, amigo de un judío, también mercader, Abraham de nombre, que le igualaba en bondad y virtud. El cristiano se dolía de que persona tan virtuosa por no tener la fe verdadera estuviera condenada por toda una eternidad. Desde una creencia tan cruel, que la Iglesia ha tardado seis siglos en enmendar, renunciando al monopolio de que fuera de ella no habría salvación, Giannotto se esfuerza en convencer a su amigo de lo mucho que arriesga, si no se convierte. Bien, porque prevaleciese la amistad, bien porque le iluminase el Espíritu Santo, Abraham manifestó su intención de satisfacer al amigo, pero antes quería viajar a Roma para conocer de primera mano las costumbres del que se proclamaba nada menos que vicario de Dios en la tierra y las de sus hermanos, los cardenales.

Conociendo lo que Abraham descubriría en Roma, Giannotto pensó que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Roma veduta, fede perduta. “Si observa la vida depravada e impía de los eclesiásticos, no ya no se hará cristiano, siendo judío, sino que, si cristiano fuese, judío de seguro se tornaría”.

Por lo que le contaron y lo que pudo observar, Abraham se convenció pronto de que en Roma todos pecaban por lujuria, no solo la natural, sino la sodomita, hasta el punto de que nada se podía conseguir sin la intervención de meretrices y efebos. Pero por encima de los placeres de la carne, sexo y gula, prevalecía la codicia, con tal afán de dinero que todo, hasta lo más sagrado, se compraba y se vendía. Si con este comportamiento de los eclesiásticos, desde los más altos a los más bajos, la Iglesia había sobrevivido 14 siglos, a Abraham no le cupo la menor duda de que contaba con el sostén decidido del Espíritu Santo y quiso bautizarse.

Seis siglos más tarde, Benedicto XVI se enfrenta a una misma corrupción, pederastia y codicia, probablemente debida a las mismas causas, el celibato y una rígida estructura de poder, para concluir con el judío Abraham, que “la Iglesia no es nuestra barca, sino la del Señor, y él no la deja hundirse”.

Hasta nuestros días cabe distinguir dos tipos de creyentes, los que viven el cristianismo hacia dentro, como una forma de espiritualidad, y colocan un tupido velo sobre la historia de la Iglesia, al fin y al cabo hecha por hombres pecadores, y aquellos que levantan su relación con Dios sobre la idealización de la jerarquía y la idolatría papal que en 1870 llegó al paroxismo de declararle infalible, justamente poco después de cometido el error mayúsculo de las condenas del Syllabus.

Para los creyentes del primer grupo el que el Papa haya dimitido, asediado por una corrupción que no pudo contener en los ocho años de pontificado, restituye al obispo de Roma a su verdadera dimensión humana, con sus debilidades y flaquezas, tanto corporales, como de carácter. Cuando no se puede cumplir con las obligaciones del cargo, lo correcto es dimitir. Empleo este concepto civil muy intencionadamente, porque implica una corrección al culto semidivino al que se había llegado en el tratamiento de la figura del papa.

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Para la jerarquía eclesiástica y sobre todo para los cristianos vinculados a las nuevas organizaciones —Opus Dei, Comunión y Liberación, el Movimiento de los Focolares, Camino Neocatecumenal— la dimisión del Papa es un golpe que les ha sorprendido dolorosamente, ya que, convencidos de que el papa cuenta con la ayuda directa de Dios, no puede ni debe descender voluntariamente de la cruz. En cambio, para una minoría la dimisión devuelve al obispo de Roma su humanidad, débil, falible y pecadora, al igual que la del resto de los mortales, cuestionando la papalatría en que la curia fundamenta su poder omnímodo.

La reacción de la Iglesia oficial ha sido alabar la decisión —sea cual fuere la que el papa tome, la papalatría exige considerarla siempre acertada— y toca elogiar su humildad y racionalidad, pero eso sí, con el control perfecto de los medios de comunicación para que el sentimiento se desborde y oculte las razones de la dimisión. Los mismos cardenales que han sido seleccionados por su defensa incondicional a la papalatría imperante elegirán a uno de los suyos encargado de mantener la primacía y el poder absoluto del papado, por poco que encaje en la doctrina de Jesús de Nazareth y en la sociedad de nuestros días.

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