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Pedaleando en la luz

Millar culmina espléndido la fuga del día y recuerda su dopaje y el 45º aniversario del fallecimiento de Tom Simpson

Carlos Arribas
David Millar, exhausto, al final de la etapa
David Millar, exhausto, al final de la etapaPeter Dejong (AP)

La etapa más tranquila fueron dos fogonazos y un resplandor fuerte como esa luz cegadora del Cabo de Gata que obliga a entrecerrar los ojos pero que ayer bañó, blanqueándolo, a un pelotón sumamente fatigado a lo largo del Ródano, desde los últimos Alpes hasta los primeros relieves y la lavanda que anuncian la cercanía de Provenza.

Por allí, por la luz, brillante, pedaleó David Millar, que ganó la etapa y después se dejó caer en el suelo, se estiró y cerró los ojos, y se rebotó con los que querían levantarlo temiendo que desfalleciera, como diciéndoles dejadme tumbarme aquí, dejadme disfrutar y gozar aquí en el asfalto caliente, abrasador, porque este momento no quiero que se me olvide nunca. “Porque soy un exdopado que ha ganado limpio”, dijo después, habló como un exalcohólico en una reunión de anónimos.

Soy un exdopado que ha ganado limpio” David Millar

Este fue uno de los dos fogonazos, el final, el más estruendoso, el que dio sentido a la etapa más larga del Tour, la primera que el pelotón pudo tomarse con total calma después de 11 días seguidos de tormentas, caídas y montañas. El primer fogonazo, tan sonoro que despertó a todos aquellos a quienes el temprano ascenso de Cucheron aún no había arrancado las legañas de los ojos, fue la caída de David Moncoutié, una metáfora como ninguna de la vida. Un segundo antes de caerse, en el descenso del Cucheron, la mente del veterano Moncoutié solo estaba llena de esperanza. Había salido tarde, con su pedalada clásica, menuda, ágil, de escalador de clase, a por la fuga, que ya se había formado en el horizonte, pero llegaba, ya la tenía a tiro; y un segundo después, su cuerpo, sus piernas laceradas, contra el asfalto y sus ojos llenos de lágrimas antes de abandonar. Al final la fuga la formaron cinco, Millar entre ellos, y también el navarro Egoi Martínez.

Wiggins, recién afeitado, sus patillas mod pelirrojas perfectamente perfiladas bajo el casco amarillo, tuvo tiempo de sobra para reflexionar

Esto ocurrió el día en que Wiggins, recién afeitado, sus patillas mod pelirrojas perfectamente perfiladas bajo el casco amarillo, tuvo tiempo de sobra, rodeado de todos los suyos que tanto le quieren, para reflexionar sobre lo que seguramente le preguntarían más tarde (no, no era la pelea entre su chica y la de Froome, que se lanzan pullas por Twitter más hirientes que las pedaladas del keniano blanco mientras el líder se dedicaba a lavar el lactato, a recuperar el aliento, en cristiano), que era, claro, que elaborara en directo un editorial contra el dopaje. Ocurrió que, como recordó Millar enseguida, su victoria, la cuarta oficialmente en el Tour, pero la primera como ciclista renacido, la primera después de que en 2004 le detuviera la policía por dopaje y fuera suspendido dos años, llegó justamente el día del 45º aniversario de la muerte de su compatriota en tantos sentidos Tom Simpson en las pendientes del Ventoux cargado de anfetaminas y coñac. Y volvió a rebotarse Millar, apasionado, en la meta, cuando veía que los periodistas de la televisión francesa no le preguntaban sobre lo que había sido y sobre lo que era ahora. “No hay que olvidar a Simpson”, dijo, “no hay que olvidar todos los pasajes oscuros que ha atravesado el ciclismo, y yo personalmente también”, dijo. “Soy un exdopado, y lo repetiré todos los días, porque tengo la obligación de recordar siempre de donde vengo”.

Habla del pasado Millar, de 35 años, uno que maravilló cuando ganó el prólogo del Tour de 2000, en la simbólica Futuroscope y ya se hablaba del It's Millar time (en referencia al anuncio de la cerveza Miller), porque, dice, el presente es otra cosa, su presente es limpieza y transparencia. “Y se puede ganar limpio, como ya demostró Hesjedal en el Giro”. Como demostró Millar en los últimos kilómetros, cuando, con determinación y seguridad, fue el único que cogió la rueda del atacante Peraud a 2,5 kilómetros, en medio de un repecho. Peraud sabía, Millar sabía, que solo podría ganar si llegaba solo, con lo que la presencia de Millar a su rueda era tanto una condena para el francés como una promesa de victoria para el inglés, quien, de paso, liberaba del peso del fracaso a su equipo, el Garmin (su equipo en varios sentidos, pues es propietario de una parte), condenado a esperar una victoria de etapa después de las caídas de Hesjedal y demás líderes.

Y el líder Wiggins también entró en el tono moralista del día rectificando. Él, que había dicho que los dopados no tenían derecho a volver y volver a ganar y ser considerados héroes, cambió de discurso ligeramente. “Bueno”, dijo, “David es la excepción que confirma la regla”.

Del pasteleo despertó al pelotón el gran Peter Sagan, cuyo vai fanculo al australiano Goss que le cerró en el sprint del pelotón se oyó a cámara lenta en todo el mundo. Porque, claro, también eso es ciclismo.

Prólogo: Las variaciones Cancellara

Primera etapa: Los domingos generosos

Segunda etapa: Contra la melancolía, Cavendish

Tercera etapa: La construcción del personaje Sagan

Cuarta etapa: ¿Será Greipel el bosón de Higgs?

Quinta etapa: Y una montaña en San Quintín

Sexta etapa: Una guerra de guerrillas

Séptima etapa: El 'nuevo ciclismo' toma el poder

Octava etapa: Wiggins y sus 'enemigos'

Novena etapa: Wiggins, un Indurain muy locuaz

Décima etapa: Los maquis del Grand Colombier

Undécima etapa: Cuando el segundo es mejor que el primero

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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