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“He pasado hambre por un tubo”

Isidoro Pérez recuerda cómo se transformó de niño de la guerra en Madrid a nadador olímpico en Londres 1948

Isidoro Pérez. FOTO: GORKA LEJARCEGI. VÍDEO: A. DE LA RÚA / C. POP
Amaya Iríbar

Isidoro Pérez no es un olímpico cualquiera. Es uno de esos visionarios que descubrieron en la práctica deportiva la forma de huir de una España gris y pobre hasta el tuétano y que, gracias a esa pasión, en 1948, cogió un avión con 62 compatriotas —ninguna mujer, por supuesto— y se plantó en Londres para participar en los Juegos Olímpicos. Hoy, este niño de la guerra que ya tiene 84 años todavía enseña emocionado la medalla de bronce que le reconoce como participante en el mayor evento deportivo, las fotos amarillentas de una época enterrada, y recuerda, con música de ópera de fondo, cómo esos días le cambiaron la vida.

“Con 20 años y estando aquí metido, en una España en la que todo estaba restringido, Londres era otra historia”, cuenta; “estuvimos 20 días y podíamos movernos con libertad. Éramos jóvenes, alternábamos mucho, conocimos gente de todo el mundo… Hasta me eché una novia”.

Por la descripción podría parecerlo, pero Londres tampoco era precisamente una fiesta en aquellos días. Los Juegos volvían tras el parón obligado por la Segunda Guerra Mundial y las huellas del conflicto, como cicatrices, marcaban la ciudad. “Las casas estaban reventadas, pero ¿sabe lo que nos llamaba más la atención?”, plantea: “Que todo estaba muy limpio. Habían quitado los escombros y solo había ruinas sueltas”. ¿Y los londinenses? “Eran hostiles, mucho, aunque con una hostilidad controlada, como diciendo: ‘Tenemos la obligación de hacer esto y hasta aquí hacemos, pero nada más’. Cariño, cero”, matiza.

La Guerra Civil me quitó la niñez y la juventud. Era un adulto a los 15 años"

Los deportistas fueron alojados en campos militares, pero Isidoro asegura que no se notaba: “Nosotros estábamos en un campamento de la RAF [la aviación] y era asombroso. Salías de la caseta y solo había parques”. También recuerda, como una excentricidad para los días que corrían, que le dieran una cajita con un sándwich para comer cuando no podía volver a tiempo al comedor. O las escaleras mecánicas del metro.

Con él viajaban otros cinco nadadores, algunos ya fallecidos. Gente que poco tenían que hacer al lado de los estadounidenses y los japoneses, salvo admirarse y aprender. Asegura que tampoco tenían mucho que ver con el resto de los olímpicos españoles, la mayoría militares transformados en jinetes, tiradores o pentatletas. Los únicos con intereses parecidos eran los waterpolistas.

El joven olímpico había empezado a nadar tan solo cinco años antes en La Isla, una piscina cubierta en mitad del río Manzanares que recuerda fría como un témpano. “Yo quería hacer cosas. No me estaba quieto y era muy agresivo. La natación me gustaba mucho. No era un deporte popular. Lo único que se sabía era por las películas de Tarzán [Johnny Weissmüller, que fue cinco veces campeón olímpico en París 1924 y Ámsterdam 1928]. Pero yo no tenía dinero para ir al cine…”, reconoce.

Isidoro Pérez, en 1948, con el mismo bañador que usó en Londres.
Isidoro Pérez, en 1948, con el mismo bañador que usó en Londres.

Fuera lo que fuese que le llevara a la piscina, como era rápido y potente, “de brazo poderoso”, enseguida se centró en la velocidad. Lo suyo eran los 100 metros libre, pero en Londres también nadó los 400 y el relevo, siempre con esos bañadores de hilo que tanto tardaban en secarse. El programa de entrenamiento tampoco tenía nada que ver con los de ahora. Nadaba 1.000 metros al día, unos 45 minutos, y luego hacía un poco de gimnasia y... listo.

La natación permitió a este hijo de la clase media madrileña enterrar la guerra, la suya, la civil, que le sorprendió en Madrid cuando solo era un chaval. “Para un chico es tremendo. Me quitó la niñez y la juventud. Era un adulto a los 15 años”, dice. También cuenta que se acostumbró a ver muertos y que aprendió que “las balas, cuando silban, no te dan”.

Cuando acabó la guerra siguió la penuria: “No había nada de comida. He pasado hambre por un tubo. Me acostaba soñando con comida… Conseguía entrenarme porque era muy fuerte mentalmente y el cuerpo me respondía. Además, era un escape”.

Esa vía de escape le llevó a los Juegos y luego al waterpolo. Estudió, se casó y se olvidó de la natación. Desde entonces lo suyo es el tenis.

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Sobre la firma

Amaya Iríbar
Redactora jefa de Fin de Semana desde 2017. Antes estuvo al frente de la sección de Deportes y fue redactora de Sociedad y de Negocios. Está especializada en gimnasia y ha cubierto para EL PAÍS dos Juegos Olímpicos y varios europeos y mundiales de atletismo. Es licenciada en Ciencias Políticas y tiene el Máster de periodismo de EL PAÍS.

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