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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Abandonar Sochi

Putin y Medvedev, en Sochi.
Putin y Medvedev, en Sochi. M. KLIMENTYEV (AFP)

Durante estos Juegos de Invierno, dos imágenes contradictorias se disputan nuestra atención. La de las inmaculadas nieves de Sochi, por las que descienden unos eméritos esquiadores entre los aplausos del mundo. Y la de la nieve ensangrentada de las barricadas del Maidán, la plaza de la Independencia de Kiev, desde que, en medio de la indiferencia universal, las unidades especiales del poder ucranio recibieran la orden de dar el asalto con el aval de Putin.

De nada sirve estar acostumbrado. De nada sirve tener en mente a esos 130.000 sirios abandonados a su suerte y asesinados por la locura criminal de un Bachar el Asad patrocinado por el propio Putin. Ni a los incontables chechenos “masacrados hasta en sus retretes”, según la elegante fórmula del mismísimo amo de todas las Rusias y sus Marcas. De nada sirve saber, desde hace ya tanto tiempo, es decir desde los días de la España republicana abandonada, desde los días de la Europa central sacrificada o desde los del “por supuesto, no haremos nada” ante el estado de guerra en la Polonia de comienzos de los años 80, que la democracia, por principio, no defiende jamás sus valores.

Los comités olímpicos parecen sordos y ciegos ante la tragedia que se está viviendo en Ucrania

En esta coincidencia de imágenes, en esta concordancia casi perfecta de las dos ceremonias, la de la fiesta olímpica en su apogeo y la de los funerales del sueño europeo de uno de los pueblos que aún creían en él, hay algo tan difícil de aceptar para la inteligencia como para el corazón.

Una pregunta a los responsables de esta Europa cuyos emblemas y banderas están siendo pisoteados en este preciso instante: señora Ashton, señores Barroso y Schultz, consortes, ¿su sitio no estará allí, en Kiev, en esa plaza del Maidán en llamas a la que, hace mucho tiempo, sus ocupantes rebautizaron “Plaza de Europa”?

Una sugerencia a los señores Hollande y Obama, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, a las pocas horas de saber, por boca del ministro de Reindustrialización, Arnaud Montebourg, que la cuestión ucrania estuvo en el orden del día de sus conversaciones de Washington de la semana pasada: esos muertos en el corazón de Europa, esos centenares de heridos perseguidos por unas fuerzas especiales que, como saben los observadores sobre el terreno, llegarán hasta el final, ese muro de llamas que, en el momento en que escribo estas líneas, corta en dos esta plaza magnífica y pacíficamente ocupada por un pueblo cuya única culpa es manifestar su amor por la patria de Jean Monnet, Edmund Husserl y Vaclav Havel..., ¿todo esto no merece una convocatoria urgente del citado Consejo? Esta provocación, este desafío, este crimen descarado y a sangre fría, ¿no merecen aunque solo sea una intimación al régimen y a su padrino?

Y, para terminar, una súplica a los comités olímpicos de las naciones presentes en Sochi y que, sordos y ciegos a la tragedia que se desarrolla a algunos cientos de kilómetros del escenario de sus hazañas, como si no pasara nada, continúan comulgando con un ideal olímpico cuya llama está, este año, en poder del asesino: ¿no sienten que, esta vez, sus medallas tienen sabor a sangre? ¿No piensan en la otra nieve, la ensangrentada, la que, sin la menor duda, ocupa en cambio todos los pensamientos de su anfitrión? ¿Y no ven, no diré la “obscenidad”, sino el absurdo que implicaría fingir hasta el último minuto del último día de estas olimpiadas fracasadas que hay dos Putin: el Putin terrible que, el martes por la tarde, dio a su lacayo Yanukóvich permiso para matar, y ese otro que se pavonea en las tribunas y, al mismo tiempo, se afana en recibirlos con la munificencia debida a aquellos que antaño eran llamados “dioses del estadio”?

Los Juegos acaban mañana. Queda poco, muy poco tiempo para renunciar a seguir prestándose a algo que, más que nunca, parece una lúgubre mascarada. Quedan pocas, muy pocas horas para salvar al menos el honor y no volver a casa aureolados por una gloria que tendrá sabor a componenda y remordimiento.

Hagamos, abandonando Sochi o, por lo menos, boicoteando la ceremonia de clausura, que los XXII Juegos Olímpicos de Invierno no pasen a la historia como los Juegos de la vergüenza y la derrota de Europa.

Bernard-Henri Lévy es filósofo

Traducción de José Luis Sánchez-Silva

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