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Corriendo de espaldas a la verdad

John Carlin recrea la biografía “inverosímil e irrepetible” de Oscar Pistorius

Desde el principio, Sheila Pistorius no tuvo ninguna intención de matricular a su hijo en una escuela especial para discapacitados. Pistorius cursó educación primaria en una escuela normal para niños normales y, al llegar a la adolescencia, le planteó el reto de asistir al instituto Pretoria Boys, donde estudiaban los mejores y más firmes alumnos.

Era una escuela que forjaba campeones, grandes triunfadores, muchos de los cuales destacaban más adelante en el deporte, la política, los negocios y el derecho. (...) En 2000, cuando Pistorius tenía 13 años y le faltaba uno para empezar en la escuela secundaria, él y su madre se reunieron con Bill Schroder, el director del instituto. Sheila Pistorius, que por entonces contaba 42 años, era una mujer atractiva con una gran sonrisa y de personalidad efervescente. Schroder, más habituado a inspirar temor que a sucumbir a él, recordó ese encuentro años más tarde. Había conocido a más padres de los que era capaz de recordar, pero aquella mujer, dijo, “era absolutamente fascinante..., muy notable, con una luz especial”. (...) El chico parecía sentirse bastante a gusto mientras escuchaba cómo Schroder y su madre hablaban sobre su futuro, sobre sus puntos fuertes y débiles como estudiante y sobre los deportes que practicaría.

La mención de los deportes le recordó al director la razón por la que se sentía menos cómodo que de costumbre en aquella reunión. Hasta entonces, Pretoria Boys nunca había admitido a un niño sin pies...; en todo caso, no a lo largo de la década que Schroder llevaba como director. Aquello supondría una gran responsabilidad para el centro, una responsabilidad que finalmente recaería en su director. Incapaz de seguir ocultando su preocupación por más tiempo, Schroder preguntó:

—Sí, pero... ¿podrá afrontarlo? Sheila Pistorius parecía desconcertada.—Creo que no lo sigo —repuso ella—. ¿De qué está hablando? 

Schroder murmuró algo sobre la condición del chico, sus... piernas ortopédicas.

—¡Ah! —Sheila Pistorius sonrió—. Comprendo. No se preocupe. No es ningún problema. ¡Él es completamente normal! (...)

¿Por qué escribí este libro?

Me embarqué en este libro porque la historia de Oscar Pistorius es única, sin precedentes, irrepetible, inverosímil. Le amputan las piernas cuando tiene 11 meses y corre en los Juegos Olímpicos con 25 años, llegando a las semifinales de los 400 metros en Londres 2012. Ni Homero se inventa eso. Seis meses después, la tragedia: mata a balazos a su novia, una bella modelo. Si fuera ficción nadie se lo creería; solo es creíble como no ficción.

Le dediqué 18 meses al proyecto; hice entrevistas en Texas, Boston, Reikiavik, Milán, Gemona del Friuli, Londres y por toda Sudáfrica, incluyendo al propio Pistorius y a sus familiares, al cirujano que le cortó las piernas, al detective de policía que investigó el caso, al abogado defensor; cubrí el juicio de principio a fin.

Me encontré con un personaje que lleva todo al límite. Una furia competitiva que ni Rafa Nadal ni Cristiano Ronaldo. Sangraban sus muñones, se cubrían de ampollas, y se seguía entrenando a tope. Pero también era extremadamente vulnerable y miedoso. Es la persona más cortés y gentil que he conocido, pero de repente explota, rabioso, sin apenas motivo. Es extraordinariamente generoso y colosalmente egocéntrico; es un romántico empedernido, pero con las mujeres que amaba, asfixiante y posesivo. El mundo lo ha querido ver en versión caricatura, primero como héroe y luego como villano. La verdad es mucho más compleja e interesante. Pistorius es cuatro, cinco, seis personas en una, todas arquetípicas, shakespearianas.

La negativa de Sheila a dejar que la discapacidad de su hijo lo frenara física o psicológicamente fue el motor de los notables éxitos de Pistorius en las pistas de atletismo. Su madre nunca imaginó que él llegaría a ser mundialmente famoso, pero sí sabía que aquellas curiosas piernecitas de madera que llevaba despertarían curiosidad y serían, a veces, motivo de burla. Con su determinación de que él nunca debía sentirse incómodo o avergonzado, de que siempre debía sentirse orgulloso, le inculcó una lección. No olvides nunca, le diría, que la gente te verá de la misma forma en que te ves a ti mismo. Él la escuchó con atención y actuó según sus palabras. Lo que no previó fue que, ocultándose la verdad a sí mismo y a los demás, puede que subiera su autoestima a corto plazo, aunque tal vez acabara perdiéndola si no era capaz de enfrentarse a la realidad de su minusvalía, lo que menguaría su capacidad para desarrollarse durante el resto de su vida como un ser humano emocionalmente sano. Su empeño por ser considerado siempre como alguien normal, que aceptaba su discapacidad, era una forma de engañarse a sí mismo que le provocaba ansiedad y estrés.

Sin embargo, el conflicto entre esas dos personas en desarrollo no era algo de lo que fuera consciente un niño tan dependiente de su madre, y Pistorius absorbió sus enseñanzas, haciendo lo mismo que ella cuando la gente le preguntaba cómo se las arreglaba con un hijo sin pies: negar que había un problema y poner siempre buena cara. Sheila Pistorius interpretó su papel con convicción. Como su hijo solo entendería totalmente cuando fuera un adulto, había un lado oscuro en su vida que intentó ocultar a toda costa: las consecuencias de la angustia que había padecido en un matrimonio infeliz y, más adelante, como madre soltera criando a tres hijos con apenas lo suficiente para llegar a fin de mes.

 El auténtico perdedor no es nunca la persona que cruza la línea de meta en última posición, es la que se queda sentada, la que ni siquiera intenta competir

Puede que, de adulto, Pistorius siguiera creyendo realmente que en casa todo iba bien; quizá la costumbre de negar verdades incómodas se convirtió en algo tan natural que no se daba cuenta de que, a menudo, su madre se emborrachaba hasta quedarse dormida. Era una intermitente y solitaria adicta al alcohol que encontraba alivio al dolor al que debía enfrentarse no solo en Dios, sino también en la botella. A veces bebía tanto que era incapaz de despertarse en mitad de la noche, cuando sus hijos pequeños la llamaban. Cuando eso ocurría, Carl, el mayor de los tres, se ocupaba de ellos, desempeñando el papel de padre y ocultando a sus hermanos el problema de su madre. Pistorius no era capaz de ver en su madre los restos de una vida desdichada o llena de malas decisiones, sino una superviviente y una guía moral. Las lecciones que le impartía se reducían siempre a lo mismo, que él describió en la introducción de su autobiografía, Blade Runner, escrita cinco años antes de disparar a Reeva Steenkamp, en una época de su vida en que su máxima preocupación era correr lo más rápido posible. Cuando tenía cinco meses, Sheila escribió una nota a su hijo con la intención de que la leyera cuando fuera mayor. Esa nota, incluida en el libro, dice: “El auténtico perdedor no es nunca la persona que cruza la línea de meta en última posición. El auténtico perdedor es la persona que se queda sentada, la que ni siquiera intenta competir”.

Ella pasó los últimos 15 años de su vida tratando de asegurarse de que la de su hijo no fuera el valle de lágrimas que estaba destinada a ser, aunque no fue capaz de evitarle la tragedia de su propia muerte.

Ocho años después de su divorcio, Sheila Bekker se enamoró y se casó con un piloto aéreo. Un año antes, cuando empezó la relación, Pistorius tenía sentimientos encontrados, aunque llegó a querer al novio de su madre y a confiar en él; pensó que, si ella era feliz con ese hombre, él también debería serlo. La boda se celebró en noviembre de 2001 y ella cayó enferma un mes más tarde. Los médicos descubrieron que tenía el hígado muy dañado, pero realizaron un diagnóstico erróneo. Pensaron que tenía hepatitis y le prescribieron el tratamiento pertinente. Ella reaccionó mal a la medicación, fue hospitalizada y enseguida empeoró (...).

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Su muerte fue una sorpresa, porque, debido a su carácter, ella no había dicho a sus hijos lo enferma que estaba. Fue el 6 de marzo de 2002. Pistorius estaba en clase de historia, en su segundo curso en el instituto Pretoria Boys, cuando Ben Schroder entró en el aula y le dijo que saliera inmediatamente para reunirse con su padre en la puerta de la escuela. Él y su hermano Carl subieron al Mercedes de Henke. Su padre condujo a toda velocidad hacia el hospital, más angustiado de lo que lo habían visto en toda su vida. Llegaron junto a su cama 10 minutos antes de que muriese. Otros parientes ya estaban allí. Sin embargo, más que una despedida fue un velatorio. Ella falleció sin reconocerlos, en estado de coma, con el cuerpo acribillado por un montón de tubos. Tenía 44 años. Pistorius tenía 15 años y fue como si hubiese perdido otra parte de sí mismo. Destrozado, por primera y única vez en su vida cuestionó su fe en Dios y durante un breve periodo buscó consuelo en la marihuana. Iba a la deriva y, a efectos prácticos, se había quedado huérfano. El espasmo de la atención de su padre cuando se presentó la emergencia se quedó en eso, en un espasmo. Hasta que empezó a correr en serio, dos años más tarde, solo veía a su padre cada seis meses. Irse a vivir con él no era una opción, y el internado se convirtió en lo más parecido a un hogar. (...)

Cuando regresó a la escuela, tras el entierro de su madre, les dijo a muy pocos compañeros de clase lo que había ocurrido. Pero a la mañana siguiente se despertó hecho un mar de lágrimas. Perder a una madre a los 15 años ya resultaba muy triste en cualquier circunstancia, pero para Pistorius su madre había sido la muleta de su vida y un ejemplo moral. Ella había forjado su personalidad, sus puntos fuertes y sus flaquezas; y, aunque ya no estaría presente, seguiría dirigiendo el curso de su vida hasta un punto del que solo llegaría a ser consciente mucho más tarde, después de su siguiente gran tragedia.

Aparte del alcohol, la vida de su madre tenía otro aspecto que Pistorius prefería olvidar, pero que dejó una profunda huella en él. Sheila tenía pánico a la delincuencia. Vivía con el miedo de que un intruso irrumpiera en su casa. A menudo, daba un brinco en la cama cuando oía un ruido en plena noche y salía corriendo hacia el teléfono para llamar a la policía. Despertaba a sus hijos y se los llevaba a su habitación, cerrando la puerta y esperando hasta que llegara la policía. Sus temores no eran infundados. Cuando Henke se fue, la familia se trasladó no solo a una casa más pequeña, sino a un barrio más conflictivo. Hubo varios allanamientos en su casa, a los que ella respondió tomando precauciones extremas y de mal agüero. Todas las noches se acostaba con una pistola cargada bajo la almohada.

Pistorius, de John Carlin, se publica el 25 de noviembre. 384 páginas. 20 euros (electrónico: 12,99).

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