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Sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Qué tiene el Dakar?

Los pilotos participantes ni siquiera están en condiciones de prometer a sus madres que regresarán vivos a casa

Juan Tallón
Joan Barreda durante el prólogo del Dakar.
Joan Barreda durante el prólogo del Dakar. FRANCK FIFE (AFP)

En el Rally Dakar nada es seguro, y esa incertidumbre sobre lo que puede suceder en la carrera es lo que fascina a sus participantes. No saben qué les espera en cada etapa, ignoran si la moto o el coche aguantarán enteros hasta la meta, y a veces también desconocen el camino que conduce a esa lejana llegada. Ni siquiera están en condiciones de prometer a sus madres que regresarán vivos a casa. Pero, ¿y qué? Un vehículo que pueda fallar y un desierto en el que puedan extraviarse, justamente constituyen todas las cosas seguras que estos aventureros le piden a la vida.

Son gente en su sana locura, para la que ninguna andanza se compara a la de cruzar las dunas en automóvil, solitariamente, bajo un sol salido de una novela de Camus, ante el que hay tanta claridad que no se ve nada, sólo la inmensidad. Saben que pueden morir, pero nunca lo han pensado. Casi nadie, en mitad de algo supuestamente divertido, se preguntará si lo que hace le acarreará la ruina. La gloria lo irradia todo. En ese sentido, el Dakar representa una mezcla descontrolada de placer y riesgo, en la que los pilotos se limitan a obedecer a sus obsesiones, como el capitán Ahab en Moby Dick.

El Dakar representa una mezcla descontrolada de placer y riesgo, en la que los pilotos se limitan a obedecer a sus obsesiones, como el capitán Ahab en Moby Dick

Pocos deportes se asemejan a este rally. Tal vez el más parecido sea una película de John Ford como La última patrulla, en la que un destacamento británico, durante la Gran Guerra, recorre el desierto de Mesopotamia. El oficial al mando muere abatido por un tirador oculto, y el sargento que lo releva conduce a sus hombres hasta una mezquita en ruinas. Los soldados van cayendo uno a uno a manos de un enemigo al que no ven. Lentamente, el temor se adueña de los supervivientes, hasta que sólo queda el sargento. Etcétera. A su manera, el Dakar es un laberinto inexpugnable, que siempre devuelve los golpes y engulle a todos los participantes menos a uno.

Desierto y coche, para huir de un mundo estable aunque aburrido, alimentan el mismo sueño que el barco y el mar. La belleza aterradora de la arena y el agua contiene la posibilidad de perderse, que es uno de los juegos preferidos del ser humano, cuyo fin consiste en que los integrantes se busquen a sí mismos para descubrir quiénes son, adónde van. Frente a la existencia arrellanada y blanda de los individuos que nos levantamos a las siete, desayunamos, acudimos a la oficina, y después de 10 horas regresamos, nos ponemos las zapatillas y nos sentamos ante la tele para hablar con nuestra pareja, como si hubiese algo de qué hablar, el deporte de aventura se inventó para no ir nunca a la oficina y perseguir lo desconocido, y el Dakar —vaya uno a saber— para regresar tardísimo al hogar.

Hace algunos años una periodista preguntó a Bob Dylan, conocido por vivir en un movimiento perpetuo, y buscar en la interpretación de cada canción algo distinto a lo que buscaba ayer, por qué siempre estaba de gira. Dylan se tomó su tiempo y respondió: “¿Qué hay en casa?”

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