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Sin bajar del autobús
Columna
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Estamos tan acostumbrados a que los campeones quieran seguir siéndolo que el gesto de Rosberg nos desconcierta

Juan Tallón
Rosberg celebra una victoria en Singapur, este año.
Rosberg celebra una victoria en Singapur, este año.ANTHONY WALLACE (AFP)

En La ley del silencio (1954), de Elia Kazan, hay una célebre escena, en el asiento trasero de un taxi, sobre los sueños y la codicia que ayuda a entender hasta dónde están dispuestas a llegar algunas personas para cumplirlos. Me vino a la cabeza cuando Nico Rosberg anunció por sorpresa que se retiraba, apenas cinco días después de ganar el mundial de Fórmula Uno. Terry Malloy, interpretado por Marlon Brando, es un exboxeador que después de una carrera modesta, sin victorias reseñables, trabaja para el sindicato de estibadores de Nueva York, conectado con la mafia; de vez en cuando recurre a la violencia para que el crimen organizado fluya y en los muelles impere el silencio.

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Su hermano Charley es un abogado sin delicadeza que cree en la delincuencia más que él. Subidos al taxi, Terry le hace saber que está harto de trabajar para mafiosos, y que tal vez ya no esté dispuesto a seguir callando. “Quiero un empleo, ganarme un pedazo de pan, es lo único que deseo”, dice, preparado para empezar de cero y llevar una vida honrada. Charley responde que esas aspiraciones están bien para un crío, pero él ya no lo es. “Vas a cumplir los treinta, una edad para pensar con algo más de ambición”, afirma, a lo que su hermano, con una frase de exboxeador y psiquiatra, replica que “yo siempre he pensado que viviría más años sin ella”.

Estamos tan acostumbrados a que los campeones quieran seguir siéndolo que el gesto de Rosberg nos desconcierta. Pero cómo, ¿no ambiciona más? En general, los campeones tienden a desarrollar un carácter insaciable. No les importa vivir menos, como Terry Malloy, si a cambio los años de menos les conceden algunos días más de gloria. Siempre codician otro éxito. Nunca tiene bastantes. No se conforman con ser los mejores: desean seguir siéndolo. Su carrera se vuelve una inercia, bordeando ese filo en el que es la inercia la que gana por ellos. En cierto sentido, se convierten en coleccionistas. Su sentido del gusto se acostumbra tanto a la victoria que casi no recuerdan a qué sabe ser segundo, o tercero o último. Reniegan de su decadencia. Eso no existe, se dicen mientras permanecen en lo más alto. Cuando advierten su presencia ya están demasiado hundidos en ella. Es una constatación penosa que da paso a una triste retirada.

El sueño de Rosberg era ser campeón del mundo algún día. Sabía que no sería un camino fácil. Pero no le importó. Lo sacrificaría todo por alcanzar ese sueño: frustraciones, soledades, nervios rotos, insomnios… Le llevó casi 20 años, pero lo alcanzó. Y en ese instante cerró el círculo. En su situación, cualquier otro convertiría el círculo en una espiral. Para Rosberg, una vez atrapada su gran fantasía, carecía de lógica perseguirla una segunda vez. Tenía más sentido inventarse un sueño nuevo e inaugurar otra obsesión. La decisión de abandonar la Fórmula Uno después de un costosísimo triunfo nos sugiere que irse de un sitio casi puede ser un arte.

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