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Gana Kittel de nuevo: la reinvención del ciclismo continúa imparable

La etapa más llana del Tour termina en Bergerac con el cuarto triunfo del sprinter alemán y con Froome de amarillo por 50ª vez en su vida

Carlos Arribas
Marcel Kittel se impone en Bergerac.
Marcel Kittel se impone en Bergerac.ROBERT GHEMENT (EFE)

Périgueux-Bergerac. 178 kilómetros. Etapa llana. Fuga mala y sin futuro de dos de los equipos de siempre (Wanty y Fortuneo). Caza veloz y sostenida (44 kilómetros por hora de media). Sprint. Marcel Kittel. Multa a Bouhanni, derrotado siempre, por violento. El miércoles, Chris Froome saldrá vestido de amarillo por 50ª vez en su vida. La reinvención del ciclismo continúa imparable.

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Ha habido en el Tour de las desgracias cinco etapas llanas. Las cinco han acabado en sprint. En cuatro, el ganador ha sido el sprint alemán del Quick-Step, cuyas victorias han alcanzado ya tal aura de inevitabilidad que el espectador aburrido solo puede pensar que esto, el Tour, el ciclismo, el paisaje de Francia, tan apacible, no podría ser de otra manera. Pero esta cara plácida y regular del ciclismo brilla porque en la sombra, fuera de cámara, se realizan maniobras más humanas, falsas, que muestran que el pelotón no es más que una sociedad de socorro mutuo y supervivencia. Y que hay matones que le dicen cómo debe respirar y cuál es el bien común. Y dicen también que los ciclistas buenos no se pueden escapar. Y que las etapas llanas deben ser aburridas.

Nada más salir de Périgueux, justo al cruzar la marca del kilómetro cero, se escapa el francés Yoan Offredo, un modesto que busca publicidad para su equipo. El ciclista se vuelve esperando que se le una alguno más para no lanzarse a una cansadísima aventura a solas, e invita con la mano al pelotón. Un par de kilómetros más adelante Stephan Küng, un coloso suizo del BMC, decide responder a su invitación. Acelera, se pone en cabeza, pero nota que le siguen varios, y además oye insultos. Se vuelve y ve que corredores del Quick Step y del Lotto, los de los sprinters alemanes, se ponen a su rueda: un claro mensaje de que no le permiten escaparse. Küng, de 23 años, está a una hora de Froome en la general. No es un peligro para nadie. No entiende por qué no le dejan fugarse. “Me dijeron que era demasiado bueno”, explicó luego el suizo, que se ha labrado fama de gran corredor, un Cancellara en bueno, afirman sus valedores, capaz de aguantar el pulso del pelotón durante 30 kilómetros con una ventaja de un minuto, y ganar. “Me explicaron que si yo me fugaba, les iba a tocar trabajar más para acabar con la fuga, o incluso que no podrían, y que eso no era bueno para nadie. Y yo me sentí halagado. Me lo tomé como un cumplido”. Cuando esto ocurrió, el helicóptero de la tele mostraba un castillo. El pelotón respiró aliviado: habría etapa tranquila, cero estrés por fin. Tiempo para disfrutar del paisaje y envidiar a los turistas de vacaciones, pescando serenos, a la sombra, en el canal del Dordoña, que la carrera seguía.

Conocedores de la historia de las razones de los movimientos del pelotón a lo largo de los años cuentan que esto antes no era así, que fue la llegada en tromba del pragmatismo anglosajón, y su afán para reinventar el ciclismo, la que cambió la marcha. Antes de que Mark Cavendish con su amigo Bernhard Eisel empezaran a amedrentar a los rebeldes, las fugas se lograban y se anulaban a pura fuerza sobre los pedales. Cada fuga era una batalla ganada después de kilómetros y kilómetros de pelea. Cada anulación, un triunfo sudado. En el Tour del 17, todas las fugas se han iniciado en el kilómetro cero. Sin oposición. Salvo cuando lo intentan los buenos, que no tienen permiso. El nuevo ciclismo ha llegado.

Un filósofo de la historia francés, George Vigarello, decía el martes en L’Équipe que, con la televisión, el Tour se impone como un lugar que crea una memoria muy fuerte, pero que también borra la memoria, negándose a recordar los momentos que no contribuyen a su espectáculo. No se habla de los ciclistas dopados ni tampoco de los asuntos que puedan hacer dudar que el Tour es un espectáculo siempre festivo, ni se muestran sus lugares. En la etapa del Périgord, el realizador multiplica las vistas de paisajes hermosos, pueblos medievales y bosques que hacen a los franceses sentirse franceses y orgullosos de serlo. Cuando el pelotón pasa por Port de Couze la vista aérea desaparece y oculta la vista del puente en el que en 1964 un camión cisterna se salió de la carretera y atropelló a la masa de espectadores antes de caer al canal del Dordoña. Once personas, tres niños entre ellas, murieron. La fiesta del Tour no es eso.

La memoria del Tour también se recrea desde el recuerdo de los que no la conocen: Froome invocó una norma no escrita que nunca existió para criticar a Fabio Aru por atacarle cuando su avería en el Chat. Aru, que es sardo, podría recordarle que el ciclismo es precisamente eso: aprovechar cualquier momento de inferioridad del rival para darle duro. Pero también esto caerá víctima de la reinvención imparable del Tour.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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