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Landa, Contador, Nairo… un ciclismo como el de antes, en blanco y negro

Aru mantiene el liderato tras una etapa intensísima con ataque de largo aliento de los españoles y victoria del francés Barguil

Carlos Arribas
Barguil celebra la victoria.
Barguil celebra la victoria.LIONEL BONAVENTURE (AFP)

Mientras dormía en Pra Loup la noche después de haber derrotado para siempre al hasta entonces invencible Eddy Merckx, Bernard Thévénet abrió los ojos y, al ver el maillot amarillo sobre el respaldo de una silla, se sobresaltó y gritó en alto “¿qué narices hago yo durmiendo en la habitación de Merckx?” La noche siguiente de haber despojado del amarillo al de siempre los últimos años, a Chris Froome, Fabio Aru no corrió el riesgo de sufrir el mismo susto. “Dejé el maillot en el autobús y no lo dejé en la mesilla. No, esta noche no he padecido la presión del amarillo”, dice el sardo, sonriente y calmo, minutos después de haber pasado tranquilo y sin equipo su primer día de líder, una jornada en los Pirineos intensa y corta, como les gusta el café a los italianos. A los 30 kilómetros, Contador atacó, Landa le siguió y le secundó, y, kilómetros después, Nairo, lanzado por Betancur al principio, les alcanzó en fuga con Barguil a rueda. Ganó el francés su 14 de julio bajo los plátanos de Foix, y Froome dijo que se encontraba mejor y que tiene más equipo.

Contador sacó de de debajo de su cama de doliente una máquina del tiempo y la acopló a su bicicleta. Y a su ritmo transformó el Tour. Lo devolvió a los tiempos del blanco y negro y más atrás, a los años en los que los cronistas se inventaban las etapas que nadie veía, relatos que aún provocan escalofríos de placer en quienes los leen las noches de invierno frías, que sueñan con verlas representadas de verdad un día de verano. La etapa más corta de los últimos años, 101 kilómetros, poco más de dos horas y media, regaló ese deseo y todas las emociones que lleva aparejadas, el convencimiento de que lo imposible es posible. Y de que cada ciclista, solo, sin equipo, cara a cara con sus rivales, era el dueño de su voluntad. Cumplidos dos tercios de la etapa, en la ascensión al terrible Muro de Péguères, sus tres últimos kilómetros, verticales, de asfalto antiguo como el alma de los ciclistas que lo ascienden lentamente, sudorosos, la etapa son tres mundos. Landa y Contador van delante; en medio Nairo arrastra a Barguil, que a regañadientes empieza a colaborar en una persecución que Contador alarga sin cesar y dificulta; detrás, los ocho mejores de la general, sin équipier a quien recurrir (solo Froome tendrá ese derecho kilómetros después, cuando absorban al polaco Kwiatkowski, enviado a la vanguardia para ello), se miran, se miden, se piensan, se temen y se amagan, y solo sus tripas les guían.

Es el momento clave. Como Aru no tiene equipo, el control de la etapa ha sido cooperativo. El peligro de Landa, que estaba a 2m 55s del sardo, y de Nairo, más lejano pero con la posibilidad de volver a convertirse en un incordio después de haber sido dado por acabado, convence a todos de que el bien común es la calma. Entre todos han mantenido siempre a menos de 2m 40s la fuga. Entre todos intentarán despedazarse para sacar beneficio de su trabajo. Froome tiene todo a su favor. Solo debe esperar que Aru, Bardet y Urán, los tres que comparten con él los cuatro primeros puestos en un lapso inferior al minuto, echen cuentas y trabajen para acabar con Landa y el diminuto colombiano. Pero el inglés que no es el de otros años tampoco goza de la paciencia que distingue a los campeones. A Froome le derrota el miedo y ataca. No quiere a Landa de amarillo en su mismo equipo; no quiere a Nairo a menos de dos minutos en la general. Froome se siente el líder virtual del Tour, de blanco, no de amarillo. Teme más a los que están delante que a los que le rodean. Aru le coge rueda sin despeinarse, y todos los demás tras él. Por delante, los cuatro se unen, Landa, Contador, Barguil, Quintana, y pedalean.

El final de la etapa que dio vida, durante muchos kilómetros sin aliento, a los sueños más disparatados de los aficionados, fue de una cierta estupidez, un anticlímax. Froome, que tiene en fuga a su compañero Landa, manda trabajar a su Kwiatkowski para perseguirlo (y a Nairo con él), y de su trabajo se aprovechan sus rivales, que, pese a ataques fulgurantes y cortos en el último descenso hasta Foix y su Ariège tumultuoso, no gastan una gota de más.

Contador, inquieto, impaciente, lanza el primero el sprint, antes de la curva de 180 grados a 200 metros de la línea final. Barguil, a su rueda, coge el impulso más fuerte a la salida a la última recta y supera al chico de Pinto, y también Nairo. Landa, generoso, no les disputa la etapa.

Thévénet no estaba en la habitación de Merckx; Aru no sufre por el maillot amarillo que Froome cree suyo; la etapa inolvidable se ha disputado, aunque su resultado (y la general: un calco de la que deparó la extrema jornada del Jura en Chambéry: los ocho primeros, salvo el herido y retirado Fuglsang sustituido por Landa, quinto a 1m 9s ahora, son los mismos; el tiempo que va del primero al octavo, siempre es el mismo, dos minutos) pueda hacer pensar que fue un espejismo, un relato de ciclismo en blanco y negro que se lee en el invierno frío, se suda en los Pirineos, donde ya se sueña con los Alpes que decidan, y Contador, Landa, Nairo, libres y fuertes, ciclistas.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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