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DAMAS Y CABELEIRAS
Columna
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Zidanismo

Cualquiera podría pensar que algún mérito debe sumar el francés a todo esto, pero ya se sabe que los sentidos pueden llevarnos a percepciones equívocas

Rafa Cabeleira
Zidane, durante el partido del Madrid en Riazor.
Zidane, durante el partido del Madrid en Riazor.J. M. Serrano Arce (Getty)

Es muy probable que Zinedine Zidane sea uno de los peores entrenadores que jamás se hayan sentado en un banquillo del deporte profesional, incluidos los de ficción. Acepto que tal vez pueda sonar excesivo pero nos encontramos ante ese momento crítico en que limitar la sentencia al estricto ámbito del fútbol parecería mezquino, de ahí que resulte tan aconsejable ensanchar los límites de la comparación hasta el extremo y enfrentar al francés con los técnicos más disparatados que podamos recordar, incluida Whoopie Goldberg en Eddie. Así, cruda e inapelable, se presenta la conclusión que he podido extraer del habitual resumen de prensa con que acostumbro a formarme una idea sobre lo sucedido en aquellos partidos que no se ajustan a mis horarios de ocioso telespectador.

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Empecinado, inconsciente, inseguro, condicionado… Son algunos de los adjetivos que hoy le dedican diversos y bien considerados analistas al actual campeón de Europa, al mismo hombre que tiene al alcance de su mano la posibilidad de repetir entorchado y condimentar la gesta europea con un título doméstico, esa Liga que parece jugarse con cartas marcadas y quince ases en la manga de cada tahúr. Cualquiera podría pensar que algún mérito debe sumar el francés a todo esto pero ya se sabe que los sentidos pueden llevarnos a percepciones equívocas, no conviene fiarse nunca de las apariencias.

Su éxito –aseguran los reputados criticones- solo se explica desde el potencial inusitado de una plantilla prodigiosa, descomunal, un monstruo de veinte cabezas cosidas a mano por un presidente intervencionista que no escucha a sus técnicos. Tan solo se trata de una hipótesis, por supuesto, pero resulta tan ultrajante en lo personal y contradictoria en sí misma que no se me ocurre qué tipo de insensato se atrevería a refutarla.

El constante menosprecio por la labor de Zidane me ha recordado a un trabajador de una funeraria local que solía ver los partidos del Barça en el bar de mi abuelo. Acostumbraba a menear la cabeza mientras le servías el vino de rigor y a la mínima ocasión te soltaba la primera de sus habituales perlas: “A ver qué carallo inventa hoy el vendepinturas”. Era la época dorada del Dream Team y aquel hombre no dejaba de hacerse cruces y maldecir a Núñez por no mantener su apuesta y entregar la llave del vestuario azulgrana a Javi Clemente. Con el tiempo terminé comprendiendo su extraña obsesión y es que el ser humano tiende a valorar aquello que comprende, del mismo modo que suele despreciar todo lo que no.

Intuimos que algo debe de hacer Zidane para que su equipo centellee camino de nuevos éxitos, pero no sabemos el qué. El atrevimiento propio de la ignorancia se me antoja una de las razones por las que cualquiera se aventura a aconsejarle cómo y con quién debe jugar contra el rival de turno, a explicarle por qué pierde las pocas veces que pierde, a reprenderle por no cumplir con las expectativas de las opiniones ajenas... “El problema de no hacer nada es que nunca sabes cuando has terminado”, dijo Groucho Marx una noche en que, sin pretenderlo, profetizó la venida y el fracaso del zidanismo: lo de la comedia, Padre.

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